La Ciencia Política le reconoce a Burke el mérito de haber acuñado la primera definición de partido político. Pero no por ello le otorga su confianza. Un tipo que cree que por encima de la política no hay nada, y mucho menos la teoría política, no puede sino resultarle fastidioso e inoportuno. Los politólogos, para quienes la política sólo existe para dividir, no para unir, no pueden ver con buenos ojos a alguien que no era ni quería ser politólogo. Eso ya sería agravio suficiente.
Pero hay otros agravios imperdonables: Burke no creía que los hombres pudieran gobernarse por sí mismos, no creía que estuvieran dispuestos a someterse al dictado de abstracciones o universalidades. No es que despreciase las ideas abstractas como tales, pero sabía que las visiones generalistas se las puede permitir el político y también el filósofo, pero no el statesman, que tiene en mente un sinfín de variables que combinar con ideas generales a la hora de tomar decisiones.
Un statesman tiene que saber reconocer a los enemigos reales, no a los que juegan a hacer revoluciones, como la Ciencia Política sugiere que hacían los jacobinos ingleses.
Burke no infravaloraba su fuerza. Estimaba que en 1796, de los cuatrocientos mil ciudadanos políticos, una quinta parte, o sea, ochenta mil, eran jacobinos irremisibles, que debían ser objeto de vigilancia permanente, y, en cuanto estallaran, también de control legal pues nada –ninguna razón ni argumento, ningún ejemplo ni autoridad venerable–, podía ejercer sobre ellos la mínima influencia. Sólo deseaban un cambio, y lo tendrían. Si no mediante la conspiración inglesa, no tendrían escrúpulos en conseguirlo mediante la conspiración de Francia, en la que ya estaban virtualmente incorporados.
Era sólo su segura y confiada esperanza en las ventajas de la fraternidad francesa y en los próximos beneficios del regicidio lo que daba una apariencia de calma momentánea a sus tremendos propósitos.
Todo aspirante a statesman tiene que dejar al margen la Ciencia Política, pues ésta afirma que, por la vía de la votación, todo es posible, incluso disolver un reino. Seguir a Burke implica asumir que la política es un asunto de hombres que tienen sentimientos, afectos y pasiones. La política no es posible sin lo implícito, lo tácito, lo sobreentendido; la política no escribe en negro sobre blanco. La política se hace con lo que está en el fondo del corazón.
Por eso, dice Burke, los que ven sólo contratos no son aptos para ser hombres de Estado. Los contratos tienen siempre un sentido ocasional y por lo tanto pueden siempre disolverse voluntariamente. Los contratos no se pueden aplicar a la vida de un Estado, que no es una asociación para el comercio de la pimienta y el café, el algodón o el tabaco. Un Estado no es un negocio, no puede ser disuelto al antojo de las partes contratantes, ni mediante escritura pública elevada ante notario. Para llegar a ser un Estado no basta tener intereses en común. “Como los fines de una asociación así no pueden obtenerse ni siquiera a lo largo de muchas generaciones, la asociación llega a ser, no sólo entre los vivos, sino también entre los vivos y los muertos y los que están por nacer”.
Sobre el autor: Eduard Tarnawski es un prestigiado Catedrático de Ciencias Políticas y Administración. Doctorado por la Universidad de Varsovia. Profesor titular en la Universidad de Granada, Barcelona, Murcia y Valencia
El artículo completo del Profesor Tarnawski se encuentra en el siguiente archivo pdf gracias a la Fundación FAES, Fundación para el Análisis y los Estudios Sociales, una organización privada sin ánimo de lucro que trabaja en el ámbito de las ideas desde 1989.