Jean Péloueyre, 23 años, es el hijo de un rico hacendado de la campiña francesa. Su aspecto y salud son deplorables. Sin ningún atractivo externo. Cuando se deslizaba por las calles evitaba mostrarse a la gente para evitar las risas contenidas de chicos y grandes. Caminante solitario, locuaz consigo mismo, rumiando penas y versos, todo de modo atropellado.
Dinero y propiedades las tenía, pero no era un partido codiciable en el pueblo; él lo sabía. Jean es el personaje de la novela “El beso al leproso” de François Mauriac (1885-1970). En comparación a “Nudo de víboras”, esta novela es más plana y local, sin dejar de ser intensa; envuelta en un halo de resignación y tristeza.
Un buen día el papá le dice a Jean que es tiempo de matrimonio. Ha escogido a Noémi d´Artialh, en la flor de la juventud y de la belleza, como su futura esposa. Su familia -empobrecida como estaba- saltaba de alegría y la animaban diciéndole que “una joven seria valora sobre todo en su novio las cualidades del espíritu”.
“Noémi se enjugaba las manos húmedas con un pañuelillo hecho una bola y miraba la puerta tras la cual cuchicheaban sus padres sin que, ¡gracias a Dios!, pudiese captar el sentido de sus palabras: los cotilleos tocantes a su futuro yerno trastornaban al papá d’Artiailh, el cual habiendo sido engañado y robado en cada recodo de su vida, estaba convencido de que aquel aparente regreso de la fortuna ocultaba un desastre”.
El primer encuentro de los novios no puede ser más patético. “Si los padres de Noémi viven con la angustia de que el joven se les escape, ni siquiera se les pasa por la cabeza que su hija ponga ninguna objeción; tampoco a ella se le ocurre. Desde hace un cuarto de hora, todo lo que la vida ha de darle está ahí, comiéndose las uñas, retorciéndose en una silla. Se levanta, es aún más bajo de pie que sentado, y habla, balbucea una frase que ella no oye y repite: “Ya sé que no soy digno…” Ella protesta: “¡Oh! ¡Señor!…” Él se entrega a una enloquecida crisis de humildad, reconoce que no puede ser amado y sólo pide permiso para amar”.
Dicho y hecho, se casan. Noémi se esfuerza por querer a Jean. No lo consigue, su ánimo y talante decaen.
“Era él, él, Jean Péloueyre, quien marchitaba aquellos ojos, quien hacía que aquellas orejas, aquella boca, aquellas mejillas perdieran su color: con sólo estar allí, agotaba aquella vida joven. Al verla así desecha, aún la quería más. ¿Qué víctima fue nunca tan amada por su verdugo?”.
Aprovechando la consulta que debe hacer de unos documentos que se encontraban en la Biblioteca de París, Jean viaja a la capital. Noémi vuelve a florecer, Jean, en cambio se marchita más en esa ausencia de la casa. A su regreso cae gravemente enfermo de tuberculosis.
En Noémi se produce una transfiguración de su corazón. “En cada encuentro saboreaba la certeza de que nada le importaba ya en el mundo más que aquel enfermo, su esposo. Más también puede que en lo más recóndito de su corazón, sintiera al joven macho sólidamente arponeado y que sólo estuviese así de tranquila por estar segura de sacarlo un día a la orilla, vivo y palpitante…
Jean Péloueyre le tenía prohibido a Noémi que lo besara, mas aceptaba que le pusiera su mano fresca en la frente ¿Creía ahora que ella lo amaba? Lo creía y decía: “Bendito seas, Dios mío, por haberme dado, antes de morir, el amor de una mujer.”
Si en algún momento los besos de Noémi a Jean fueron como los besos que “antaño los labios de algunos santos posaban sobre un leproso”, ahora él percibía que, habiéndole llegado su última hora y, “habiendo vivido como un muerto, moría como si renaciera”.
¿Un drama, una tragedia? Quizá sea todo junto. Desde luego, un misterio, porque hace falta mucha abnegación y mucho corazón para cuidar y estar muy cerquita de los nuestros.