El bien y el mal están a nuestro alrededor y, también, en el interior de cada ser humano. Es la conciencia la que nos muestra esta íntima pugna, cuya existencia cobra fisonomía trágica en la novela de Robert Louis Stevenson, “El extraño caso del Dr. Jekyll y Míster Hyde” (Susaeta ediciones, 2022, e-book).
La trama es conocida. El Dr. Jekyll es un médico e investigador de reconocida reputación, a quien la bondad y malicia de los actos humanos le inquietó desde su juventud. Lo cuenta así a su amigo Utterson: “Fue, pues, lo exigente y rígido de mis aspiraciones y no la magnitud de mis faltas lo que me hizo como era y separó en mi interior, más profundamente que en la mayoría de los hombres, esas dos zonas del bien y del mal que componen la doble naturaleza del hombre. Esto me hizo reflexionar profunda e insistentemente sobre esa dura ley de vida que está en el fondo de toda religión y que es uno de sus mayores manantiales de sufrimiento (…). Era yo mismo tanto al abandonar todo freno para sumirme en mis vergonzosos placeres como al trabajar, a la luz del día, en la evolución del conocimiento y en la realización del bien para el prójimo”.
¿Cómo disociar estas dimensiones de lo humano de tal manera que se pueda ser malo, gozar de las maldades y no tener una conciencia que las reproche? Y de otro lado, ¿Cómo ser bueno, sólo bueno y nada más que bueno? El propósito de Jekyll era conseguir, científicamente, sacarse de encima la conciencia para ir por la vida haciendo lo que a uno le venga en gana sin reproche ni culpa alguna.
Después de años experimentando con pócimas diversas descubre unas sales que lo convierten en Edward Hyde, un siniestro personaje, deforme, cuya sola presencia predisponía en su contra a quien lo viera, pero, no bastaba para explicar esta profunda aversión, la repugnancia y el miedo que infundía. “Debe de haber algo más, se decía perplejo Utterson -amigo y abogado de Jekyll-, pero no consigo saber qué es exactamente. ¡Ese hombre no parece un ser humano! ¿Será que tiene algo de troglodita? ¿O acaso será la mera emanación de un espíritu malvado que transpira por su vestidura de barro y la transfigura? ¡Debe de ser esto último! Si alguna vez una cara ha llevado la firma de Satanás, es la de Hyde”.
Y de esto último era plenamente consciente Jekyll, quien había constatado “que cuando encarnaba el aspecto de Edward Hyde nadie podía acercarse a mí sin estremecerse visiblemente, y esto ha de deberse a que todos los seres humanos con los que tropezamos son una mezcla de bien y mal y, sin embargo, Edward Hyde era el único en el género humano que estaba hecho solamente de mal”. Jekyll llega a horrorizarse de quien podía llegar a ser. Decide cortar y hacer desaparecer a Hyde, “pero, en realidad, no había conseguido librarme de mi dualidad interior -anota en su reporte-y, tan pronto se atenuó mi voluntad de penitencia, mi ser inferior, tanto tiempo tolerado y tan recientemente encadenado, empezó a rugir ansioso de libertad. No es que soñara con resucitar a Hyde. La sola idea me inspiraba auténtico horror. No. Fui yo en cuanto Jekyll, en mi propia persona, quien jugó de nuevo con mi conciencia, y fue como un pecador clandestino que finalmente cede a los impulsos de la tentación”.
Encuentro muy esclarecedora la opinión de Chesterton sobre estos personajes de Stevenson. Dice: “la verdadera clave de la historia no está en el descubrimiento de que un hombre sea dos hombres, sino de que los dos hombres no son más que un hombre. (…) El quid de la fábula no está en que un hombre pueda desprenderse de su conciencia, sino en que no puede (…) Jekyll, al morir, afirma la conclusión del caso: que el peso de la lucha moral del hombre está unido a él y no se puede rehuir de este modo. La razón es que no puede haber nunca igualdad entre el mal y el bien. Jekyll y Hyde no son dos hermanos gemelos. Son más bien, según uno de ellos observa justamente, padre e hijo. Después de todo, Jekyll creó a Hyde; Hyde nunca habría creado a Jekyll, sólo destruyó a Jekyll. (…) El momento en que Jekyll encuentra que su propia fórmula le falla por un accidente que no había previsto, es sencillamente el momento supremo de toda historia acerca de un hombre que compra el poder al infierno”.
Ni ángeles confirmados en la bondad, ni demonios envilecidos por la maldad, somos seres humanos libres para hacer el bien y evitar el mal, responsables de nuestros actos, en un continuo empeño por llegar a ser nuestra mejor versión. Una plenitud moral que no se explica solo por el esfuerzo humano, debe haber algo más y, en ese más, la Gracia divina es luz que ayuda a despejar las tinieblas que rondan el corazón humano.