Llevamos más de seis meses entre advertencias, evidencias y constataciones: el Perú es un país a la deriva permanente, con gente esperanzada en que resurga alguna voz y decisión para enmendar sino el rumbo, por lo menos detener la continuidad de una forma asquerosa de gobernar, la repugnante forma de hacer de cada acto de gobierno un sucio negocio contra los más pobres, contra la iniciativa de las personas, contra el progreso que muchos ansían poder construir.
Un gobierno más, de una izquierda más repulsiva, más arrogante, beligerante, obtusa, confrontacional por miedo a la ignorancia de su gestión y a la forma de su apasionante criminalidad. Eso es lo que hay, y por eso, o votaron unos cuantos más, o el fraude es una realidad que ya nadie puede tapar con absurdas excusas, así se hayan comprado la protección de organismos internacionales, de la prensa –bueno eso es ya algo común- y de autoridades cuyo origen y fin será el mismo: la prisión.
Seis meses y no hay reacción de los que tienen la obligación de representar a la ciudadanía: el Congreso de la República, la Defensoría del Pueblo, el Ministerio Público, los organismos electorales, los gobiernos regionales, las municipalidades de provincias y distritos, el Acuerdo Nacional, los gremios profesionales… ¿Pero, es que tantos se callan?
¿Cómo es posible que la herida sangrante siga fluyendo y el cuerpo resista tanto? El desesperante estado de indecisiones o la terrible negociación a cuestas son las únicas posibilidades que se puede uno imaginar en un país que ha pasado a ser algo así como un circo muy grande donde los animales aplauden o ríen del espectáculo de las personas sumisas, cobardes, tolerantes con el dolor y la opresión, porque todo es al revés, todo es inimaginablemente absurdo y… se aplaude, se acepta, se arrodilla.
Indecisiones cuando ya ni sangre hay para la vida, indecisiones cuando se necesita una sola decisión para no morir, para no extinguir al país, para no ver morir la Libertad.
Imagen referencial, Merlin