El mandamiento de amar a los padres es de derecho natural y de derecho divino positivo, y yo lo he llamado siempre “dulcísimo precepto”.
-No descuides tu obligación de querer más cada día a los tuyos, de mortificarte por ellos, de encomendarles, y de agradecerles todo el bien que les debes. (San Josemaría Camino, n. 21).
San Josemaría decía que con el mismo corazón con que amaba a Jesús, amaba también a sus padres y que era paternalista, porque quería mucho a su papá y a su mamá. A nosotros nos decía que el 90% de nuestra vocación se la debemos a nuestros padres.
Yo entré al Opus Dei cuando tenía 15 años. Ahora tengo 75. Escuchando a San Josemaría hablar sobre la familia y el amor a los padres aprendí a corresponder a todo lo que había recibido de mis papás, y que no es poco.
La deuda que tengo es muy grande y para mi el cuarto mandamiento es el dulcísimo precepto. No dejo de pedir por mis padres a diario y agradecerle a Dios por el amor tan grande que tenían ellos en la casa, conmigo y con mis hermanos. Para todos nosotros, gracias a Dios, nuestros padres fueron ejemplares. Los recordamos con mucho cariño.
La dedicación de mi madre y la vida de la casa
Mi madre era una mujer que estaba dedicada plenamente a su casa, para la atención y el cuidado de sus seis hijos. Yo era el mayor. La veía levantarse temprano todos los días para preparar todo lo que requeríamos para salir por la mañana al colegio, luego iba al mercado y regresaba para cocinar. Muchas veces se escapaba, cuando podía, para escuchar la Santa Misa en la parroquia más cercana.
Todos los días el almuerzo en la casa estaba listo, con una puntualidad admirable, nos sentábamos en la mesa toda la familia, como era costumbre en aquella época, los gloriosos años 60.
Por las noches, a primera hora, cenábamos mirando alguna serie de televisión: Rin tin tin, Los patrulleros del Oeste, el Niño del Circo o Jim de la selva, que eran las que habían en la tele. Más tarde era el turno de mi padre y mi abuelo, que veían Combate, Perry Mason, Bonanza, Maverik, entre otras; a mi mamá le gustaba “Papá lo sabe todo” ó “Yo amo a Lucy” Cuando estábamos todos juntos veíamos los programas de Pablo de Madalengoitia o de Kiko Ledgard. Todo sano. Era una televisión limpia y edificante.
El trabajo y la dedicación de mi padre
Mi papá fue Juez de menores de Lima, Vocal de la Corte Superior del Callao y luego terminó su carrera de Magistrado en la Corte Suprema de la República, como Vocal Supremo. Fue un hombre justo y tremendamente honrado, era un padre de familia que estaba presente en la vida de la casa y nos educó respetando nuestra libertad. Nunca nos impuso nada. Admirábamos su prestigio profesional y humano. La gente lo quería mucho.
Un día un colega suyo le regaló dos pasajes de avión para que se vaya de viaje a Europa con mi mamá durante las vacaciones. El pasaje lo dejó en la mesita de la sala. Nosotros lo veíamos allí esperando el día del viaje, pero resulta que llegó el día y los pasajes continuaban en el mismo sitio. Le pregunté a mi papá ¿porqué no habían viajado? Y me dijo que no sabía quién los había pagado. El que se lo regaló no quiso darle el dato. Mi padre nos hizo ver cómo había que actuar en una circunstancia así. Era sumamente honrado.
Justos de dinero
Vivíamos en un departamento, que era de nuestro abuelo materno, los 6 hermanos y mis padres. Ellos tenían el proyecto de comprar una casa con jardín, que a nosotros, niños todavía, nos ilusionaba mucho. Era nuestro sueño.
Mi papá logró comprar un terreno en una urbanización de Miraflores, pero resulta que uno de mis hermanos se enfermó y hubo que emplear el dinero en su recuperación, compró otro terreno en Barranco y un departamento en Surquillo para alquilarlo y los asuntos económicos no fueron bien y tuvo que venderlos.
Pasó un poco de tiempo y compró un terreno en Ancón, en una colina muy bonita con vista al mar, pero la construcción allí era muy cara y también tuvo que venderlo.
Cuando al fin compró una casa en San Isidro, yo ya estaba viviendo en un Centro del Opus Dei y a los pocos años me fui a estudiar a Roma, donde conocí a San Josemaría.
Las excelencias de un hogar cristiano
Cuento estos detalles de mi familia de sangre que coinciden plenamente con lo que San Josemaría nos decía de cómo tendría que ser una familia cristiana, un hogar luminoso y alegre, donde los padres se vuelcan con los hijos con una dedicación constante y un cariño inmenso que no para nunca.
Si hoy las familias funcionaran unidas, tal como la Iglesia nos enseña, la sociedad caminaría mucho mejor en todos los aspectos. Da mucha pena ver las tragedias familiares con desuniones, egoísmos, rupturas, violencias, o grandes frialdades, indiferencia, silencios y ausencias.
La familia es la célula básica de la sociedad, urge recomponerla para recuperar los valores esenciales, que son las virtudes humanas que tejen la unidad, con el amor auténtico y fuerte, que hacen felices a una familia entera, en su andadura por este “valle de lágrimas” que es la tierra, para conquistar luego la felicidad de la vida eterna en el Cielo.
Para todos los cristianos el cuarto mandamiento del Decálogo debería ser, como decía San Josemaría, el “Dulcísimo Precepto”