Me paro en la esquina de dos avenidas, junto al kiosco de los periódicos y no me sorprende ahora que los titulares sean los mismos, que el contenido no cambie, que la agresividad se haya convertido en la marca de todos los medios y al verlos como goteando sangre, no me den ganas de tocarlos.
Y lo mismo ocurre en la televisión, en las radios, en los medios virtuales, en una mezcla de intolerancia, ataques despiadados y poquitísimas reflexiones. Esto ocurre, porque existe un alimento diario de violencia que busca lo que sea un detonante, para lo que sea una venta. No se trata de periodismo, no se trata de información.
Una organización criminal se ha apoderado de la prensa en el Perú, es una banda de mentirosos, agitadores desde el teclado, subversivos de la palabra a modo de crítica, pero con una mecha que va prendiendo odios e iras por todos lados y eso, en un país con el corazón herido por tanto delito, por tanta corrupción e injusticia, vende y llena los bolsillos de los piratas de la democracia.
Por ejemplo, un editorialista que a la vez escribe como entrevistador y también como lo que sea y cuando sea, ataca con suposiciones a una señora que es congresista, solamente por ser de un partido que no le gusta. No argumenta sus juicios, porque no los tiene. La señala como ignorante con palabras rebuscadas en el diccionario de la hipocresía y la antesala de la difamación. Se cuida de no calumniarla directamente, pero le da a los lectores, suficiente munición para desarrollar comentarios negativos e hirientes en las redes y al día siguiente, olvidando lo que sus letras fusilaron, llama a la paz, la concordia, la reconciliación.
Y como ese –periodista que dice serlo y no lo es- una red de otros iguales se han acostumbrado a lo mismo, contagiando que los demás, caigamos en el ámbito de una guerra que no se detiene.
Una prensa desesperada sigue replicándose y debemos pararla, antes que el virus de la ira nos contamine y desespere.