Tengo 89 años y sobrevivo a todo: al cáncer, a la pandemia, a los gobiernos, a los impuestos, a los medios de comunicación, a la indiferencia.
Tengo 89 años y pronto llegaré a los 90 sin que la sociedad civil lo sepa. Me cuentan sin embargo que nosotros los viejos -¡que belleza de palabra!- somos una carga, no servimos, estamos en la mira de otro virus más letal que la guerra o la pobreza, y no les creo.
Me dicen que después del coronavirus, el mundo será otro, y no les creo, no lo quiero.
¿Saben porqué les digo estas cosas? Porque yo conozco el amor, la solidaridad, la derrota y la vergüenza levantadas por la tenacidad y la esperanza para conquistar algo mejor, sin robar, sin mentir, sin esconder mi cansancio, sin hacerle daño a otros… eso, que se extingue, renacerá, pero no “en otro mundo”, sino en el de ahora.
Fíjense cuánto valemos los más viejos: nada. Estamos exceptuados de ir a votar; dicen que es facultativo, pero yo voy, me obligo a mí mismo para no elegir a cualquiera de esos que abundan en medio del delito y las promesas, aunque mi voto sea el de un viejo terco, pero patriota.
¿El mundo, será diferente? No, será como siempre lo he visto, con miedo, con menos gente, no sólo de los nuestros -los viejos- sino un mundo con pocos niños en las calles, pocas familias saliendo a pasear, muchos andando solos y muriendo también solos.
Yo quiero un mundo de abrazos, de papás y mamás de la mano, de niños cargados por los abuelos a la salida del colegio, de jóvenes enamorados amándose y sonriendo. Un mundo sin el virus de la pobreza, sin la pandemia del odio, donde la esperanza no se venda como estrategia.
El mundo no será diferente, porque resistiremos a que nos quiten el abrazo, el beso, darnos la mano y saludarnos. No será diferente porque a los 89 años, no me enterrarán.