Jorge Luis Borges (1889-1986) publicó su “Autobiografía” (El Ateneo, 1999) en la revista “The New Yorker” en 1970. Un texto breve y delicioso, de tono amable, en cuyas páginas se dibujan algunos rasgos del perfil intelectual del escritor.
He leído muchos de sus cuentos y poemas hace ya bastante años; una literatura de calidad que siempre me ha dejado un pozo de contento. Ir al Borges detrás del texto me ha descubierto, no solo al escritor ya hecho, sino también al artista en su “hacerse”. Para empezar, ya desde antes, me llamó gratamente la atención su conocimiento y elogio de G. K. Chesterton. Después de todo, en idiomas, Borges se movía como pez en el agua, particularmente con el inglés aprendido en su familia. En su estancia europea, consiguió un alto nivel de latinista. Sus estudios los hizo en francés; por su cuenta aprendió el alemán que consideró un idioma muy hermoso. Leyó una y otra vez la “Divina Comedia” en italiano.
Un gran lector desde su infancia. Un día descubre que “esas distancias desmesuradas” de llanura se llamaban “la pampa” y, cuando le dijeron que los peones de la estancia eran gauchos, adquirieron para él un cierto encanto, pues ya había leído sobre ellos. Con sencillez declara: “Siempre llegué a las cosas después de encontrarlas en los libros”. La secuencia leer, pensar, ver se repite una y otra vez en Borges en su creación literaria y en su formación intelectual, como cuando en Suiza empieza a leer a Schopenhauer, un filósofo que escogería como su predilecto: “Si el enigma del universo puede formularse en palabras creo que esas palabras están en su obra”.
Publicó su primer libro en 1923, “Fervor de Buenos Aires”. De ese libro, Borges dice: “Me temo que el libro era un “plum pudding”: contenía demasiadas cosas. Sin embargo, creo que nunca me he apartado de él. Tengo la sensación de que todo lo que escribí después no ha hecho más que desarrollar los temas presentados en sus páginas; siento que durante toda mi vida he estado reescribiendo ese único libro”.
Esta reflexión borgiana me da que pensar. Un libro, unas ideas al inicio de la vida intelectual y todo lo demás no es si no variaciones y desarrollo de aquella idea germinal. Este ha sido el camino de muchos intelectuales. Pienso, por ejemplo, en el filósofo español Leonardo Polo, quien en su juventud primera escribió “El acceso al ser”. De ahí siguieron sesudos libros para explicitar sus hallazgos iniciales. Hay mucho de paciente desvelación en el trabajo intelectual a partir de una primera intuición.
Confiesa Borges que, a pedido de su editor de Emecé, se puso a buscar en los cajones de casa poemas y textos en prosa antiguos. “Esos materiales dispersos -organizados, ordenados y publicados en 1960- se convirtieron en “El hacedor”. Para mi sorpresa ese libro me parece mi obra más personal, y para mi gusto la mejor. La explicación es sencilla: en las páginas de “El hacedor” no hay ningún relleno. Cada pieza fue escrita porque sí, respondiendo a una necesidad interior”.
Y así como ésta fue una aventura exitosa, tuvo otras con destino frustrado, como cuando mandó un cuento de un hombre lobo a la revista popular de Madrid, “La esfera”, “cuyos editores, muy sabiamente, lo rechazaron”. O aquella otra ocasión en que junto con grandes amigos emprendieron un proyecto literario convencidos de que estaban “renovando la prosa y la poesía… Lo que logramos -cuenta Borges- resultó bastante malo, pero la camaradería perduró”. Estos dos pequeños sucesos que anoto me descubren una faceta que desconocía de Borges: su sinceridad y desprendimiento sin dramatismo ni poses grandilocuentes.
La breve autobiografía tiene un final sereno y esperanzador: “Ya no considero inalcanzable la felicidad como me sucedía hace tiempo. Ahora sé que puede ocurrir en cualquier momento, pero nunca hay que buscarla. En cuanto al fracaso y la fama, me parecen irrelevantes y no me preocupan. Lo que quiero ahora es la paz, el placer del pensamiento y de la amistad. Y aunque parezca demasiado ambicioso, la sensación de amar y ser amado”.