Populismo epidemiológico es pretender evitar la llegada de infectados tomando temperaturas en los aeropuertos. Prometer test masivos sin una finalidad definida y un plan de actuación. También realizar afirmaciones alarmistas e interpretaciones sesgadas sobre la situación epidemiológica, en beneficio propio. O aconsejar tratamientos sin aval científico y prometer vacunas que no han pasado todas las fases de prueba. Incluso invertir recursos públicos en servicios e infraestructuras de dudosa eficacia.
Este artículo propone destapar algunas de estas actuaciones y buscar alternativas para una mejor gestión de la pandemia.
En opinión del profesor Benjamin Moffitt, autor de Populismo, este fenómeno no consiste en una ideología fija, sino en un estilo político: no es tanto un sistema de creencias como una forma de hablar, actuar y presentarse a uno mismo. Hablar de populismo en epidemiología y control sanitario, por tanto, no es una crítica a un color político, sino una denuncia del recurso tramposo que hacen algunos mandatarios al recurrir a conceptos científicos, tecnologías, e incluso inversiones desproporcionadas en instalaciones, para lograr réditos electorales durante una crisis sanitaria.
Al cierre de este artículo, los contagios en los últimos siete días suman 58 347 y buena parte de España presenta más de 200 casos acumulados por 100 000 habitantes en los últimos 14 días, los peores datos de Europa. Es difícil predecir el futuro, máxime cuando la información epidemiológica públicamente accesible es a menudo incompleta y poco homogénea, pero algunas regiones, como Aragón, comienzan a arrojar datos alentadores.
El coronavirus sigue circulando y debemos adaptarnos a su presencia. Atentos, pero sin alarmismo y evitando ser víctimas de la desinformación, cuya representación más llamativa son los denominados grupos negacionistas.
Una epidemia de populismo
Este contexto de incertidumbre en torno a la evolución inmediata de la pandemia, sumado a la preocupación por el horizonte económico, es terreno abonado para el populismo. El nuevo populismo epidemiológico tiene muchas formas.
Puede consistir en afirmaciones simplistas que minimicen los riesgos o culpen a otros de la situación (China, la región vecina, el gobierno, los inmigrantes). También en poner en marcha medidas llamativas a sabiendas de que son poco efectivas. O en apoyar tratamientos que carecen de base científica suficiente, realizar grandes inversiones sin fundamento o, incluso, en forzar los tiempos necesarios para el desarrollo de vacunas eficaces y seguras.
La toma de temperatura en aeropuertos, por ejemplo, es una medida claramente insuficiente para evitar la entrada en el país de personas infectadas que, además, crea la falsa sensación de que se hace algo.
Otra acción que genera una falsa seguridad son las certificaciones “libre de COVID” que lucen algunas empresas e instituciones.
De igual manera, las pruebas masivas de diagnóstico se aplican con frecuencia de manera populista, pretendiendo dar con ellas una imagen de eficacia y capacidad a quien las promueve. Sabemos que las pruebas serológicas rápidas pueden dar falsos positivos por falta de especificidad, y pueden no detectar anticuerpos en individuos (falsos negativos) que sí han pasado la COVID-19. La información que proporcionan es, por tanto, incompleta.
Las pruebas PCR, que informan de infección actual, también tienen limitaciones. Un negativo hoy puede ser positivo al día siguiente, y no hay capacidad para mantener tantas pruebas a lo largo del tiempo. Por tanto, realizar pruebas una sola vez, a la vuelta de vacaciones, detectará algunos positivos o sospechosos, pero proporcionará nuevamente esa falsa sensación de tranquilidad pues no habrá forma de detectar infecciones posteriores a no ser que las pruebas, con todo su coste, se repitan con regularidad.
Todo esto podría desembocar en un mayor riesgo de transmisión del virus a las personas.
Resulta peor todavía apoyar tratamientos que no cuentan con el suficiente aval científico, o vacunas que no han pasado todos los filtros de calidad. El presidente Trump apoyó primero la cloroquina y después el plasma de convalecientes, pero ninguno de esos dos tratamientos cuenta con ensayos y evidencia científica suficiente para aconsejar su uso.
El presidente Putin, por su parte, presentó en agosto una vacuna llamada “Sputnik”, un nombre con reminiscencias de la guerra fría y la carrera espacial, cuyos ensayos simplificaron de forma manifiesta los filtros de seguridad que debe pasar cualquier medicamento.
Son dos ejemplos de populismo, como también lo es anunciar a bombo y platillo la participación en un ensayo clínico, o poner fecha a la distribución de las primeras dosis de vacuna de algún fabricante. Esto genera esperanzas en una solución cercana que puede no estarlo tanto. Los riesgos no solo estriban en que puedan llegar al público vacunas menos seguras y de dudosa eficacia –algo muy improbable en el mundo occidental–, sino, sobre todo, en alimentar la desconfianza del público frente a las vacunas en general.
Las cosas bien hechas
¿Cómo evitar que los mensajes populistas, por definición fáciles de vender, lleguen mejor al público que la evidencia científica? Generando una vacuna contra ellos: la respuesta está en el conocimiento científico.
Por una parte, una sociedad informada y con cultura científica será menos permeable a los mensajes simplistas del populismo y, por tanto, mucho más libre.
Por otra, la mejor gestión de cualquier crisis será aquella que esté respaldada por la ciencia. En lugar de mediciones de temperatura, por ejemplo, parece más razonable exigir una PCR reciente o una cuarentena –aún a costa de desincentivar (aún más) los viajes–.
Las pruebas masivas pueden aportar información muy valiosa, pero solo si se utilizan con un plan definido. Por ejemplo, para monitorizar la situación epidemiológica, preferentemente mediante pruebas basadas en la detección del antígeno y con repeticiones periódicas, o para el cribado masivo en situaciones de muy alta prevalencia de infectados o en colectivos de especial riesgo como los de las residencias. De lo contrario, parece más sensato recurrir a pruebas no invasivas y en pool, como las PCR en saliva, o aplicar técnicas de detección ambiental del ARN.
Una vez superada la peor parte de la crisis sanitaria, en vez de grandes inversiones, parece más sensato apostar por invertir en personal (atención primaria y profesores) que en ladrillos.
Nuestra sociedad debe exigir a los responsables basar sus decisiones en la evidencia científica, y primar la transparencia y la cultura científica.
Para que los ciudadanos puedan reclamar esta responsabilidad a nuestros dirigentes, y para que puedan tener criterio para valorar las actuaciones de los gobiernos, debe incrementarse la transferencia de conocimiento científico a la sociedad de una manera entendible y rigurosa.
En estos momentos de crisis sanitaria, más que nunca, la investigación ha de ser por y para la sociedad, y no solo para la comunidad académica. De esta manera se conseguirá que cultura y conocimiento científicos no sean asuntos de minorías.
Estar bien informado nunca fue tan necesario. El conocimiento científico es la mejor vacuna para combatir el populismo epidemiológico, y puede salvar vidas. Trabajemos en su transferencia a la sociedad para conseguir ciudadanos mejor formados científicamente, que sean capaces de neutralizar este nuevo populismo.
Nota de redacción: Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation, autores Christian Gortázar y José Julián Garde López-Brea, Universidad de Castilla-La Mancha, España: theconversation.com