Al poco tiempo de hacerse público, en los años 70, los denominados Documentos del Pentágono, Hannah Arendt publicó un breve ensayo La mentira en política (Alianza, 2022). Aquellos documentos exponían la forma -nada santa- en que el gobierno de Estados Unidos había intervenido en la guerra contra Vietnam del Norte. Arendt se fijó, principalmente, en los aspectos vinculados al engaño, autoengaño, creación de una imagen, ideologización y negación de la realidad fáctica que esos documentos ponían en evidencia.
Las apreciaciones de Arendt de aquel entonces son de tremenda actualidad, en gran parte, porque las buenas y malas prácticas en política acompañan a la historia de la humanidad. En el inicio del ensayo afirma que “el secreto –lo que en diplomacia se llama “discreción”, y también los arcana imperii, los misterios del gobierno–, el engaño, la falsedad deliberada y la mentira descarada, utilizados como medios legítimos para lograr fines políticos, han existido desde el comienzo de la historia documentada” (p. 39). Poco después añade: “la sinceridad no se ha contado nunca entre las virtudes de los políticos y la mentira se ha considerado siempre un instrumento susceptible de justificación en política”. Duras afirmaciones y no dejan de ser ciertas en muchos casos.
Arendt lo señala clarividentemente: “en el terreno de la política, en el que el secreto y el engaño deliberado siempre han jugado un papel significativo, el autoengaño es el peligro por excelencia; el engañador autoengañado pierde todo contacto no solo con su audiencia, sino también con el mundo real, porque el engañador puede apartar su mente de él, pero no su cuerpo (p. 86)”. Negar la verdad, mentir no es sostenible ni frente a la opinión pública, ni frente a uno mismo. Al final del día de ayer, Castillo se quedó solo, ninguno de sus ministros quiso correr su suerte: la declaración inconstitucional de la mañana se hizo añicos, pero él quedó recluido; no es nada fácil zafar el cuerpo.
Pensando en Estados Unidos, dice Arendt que “incluso un enorme poder es limitado”. Mutatis mutandis, podemos decir lo mismo del juego de contrapesos en el poder estatal. Ningún poder del Estado (Legislativo, Ejecutivo, Judicial) puede considerarse omnipotente. Hacerlo es una fatal arrogancia. Todos tienen los pies de barro (en el sentido bíblico de la expresión), basta una piedra caída de lo alto para que la columna todopoderosa se venga abajo. Castillo apostó al poder total (¿engañado? ¿autoengañado?), cuando la realidad nos muestra un poder repartido, incluso al interior de las mismas instituciones. Imaginó que, cual Thanos, (de la saga de los Vengadores del Universo Marvel) tenía todas las gemas del poder infinito y que le bastaría con chasquear los dedos para desaparecer la institucionalidad del país. No fue así, solo tenía un guante con gemas falsas. La Fiscal de la Nación lo regresó, del metaverso en el que vivía, a nuestra realidad imperfecta, pero mejorable.
Somos conscientes de la fragilidad ínsita de la democracia. Sabemos que todos hemos de poner el hombro en el empeño por mejorarla, contando con la diversidad de perspectivas. Una tarea ardua en la que no faltan desánimos, desencuentros, incomprensiones. Considero que la verdad tiene un rol fundamental para darle estabilidad “al inestable reino de los asuntos humanos” como dice Arendt. Es mejor la verdad sin filtros a la mentira enmascarada o abiertamente descarada. No se trata de “quedar bien” frente a la opinión pública, se trata de obrar rectamente y devolverle la confianza a la ciudadanía tantas veces engañada.