Un grupo extremista, convertido en partido político por esas cosas que la frágil democracia permite, fue una de las plataformas electorales que permitió que alguien tan mentiroso y violento como Pedro Castillo, relacionado con Sendero Luminoso y otros grupos subversivos envueltos en nombres diversos como si fueran colectivos ciudadanos o sindicatos, llegara al poder por esa extraña forma de “decidir al final” entre el odio y cualquier cosa, porque a eso nos conducimos otra vez: a elegir entre la peste y la epidemia (para ponerlo en los términos mediáticos de aquellos tiempos).
En el Perú, el fujimorismo es como el APRA de los años 50 del siglo pasado, algo que dividía al país cuando se opinaba de política. Esa división entre “apristas y anti apristas” nos hizo mucho daño, hasta que en los albores de los años 80, Luis Bedoya Reyes, Presidente del Partido Popular Cristiano (PPC) dio un mensaje de ejemplo al decidir votar en unidad por la presidencia de la Asamblea Constituyente de 1978, en favor del líder del APRA, Víctor Raúl Haya de la Torre, un gesto que apaciguó temores y dudas, recelos y enfrentamientos entre demócratas que no se leían, que no se hablaban, que no se veían en un mismo escenario político. Y fruto de ese acuerdo no escrito de respetarse, fue promulgada luego por el Presidente Fernando Belaúnde una Constitución con rajaduras, con vacíos y con espacios a muchas interpretaciones, hasta que en 1993 se convocó a una Constituyente que elaboró la actual Carta Magna que ha permitido construir un mejor país, aún con fragmentaciones y rechazos, pero un mejor país en todos los indicadores sociales y económicos, más no políticos (y allí persiste un gran problema).
Y es que cuando hay un vacío, las izquierdas totalitarias construyen sobre la base de las mentiras y la manipulación, la plataforma del odio, del resentimiento, de la corrupción y la impunidad. Y ese cuadro delictivo es muy pernicioso y duradero, se asienta como un gen, como un nuevo ADN en la mente de muchos y hace “casi normal” el camino a la inversión de valores. Por eso, las izquierdas recuperaron parte de su penetración ideológica, inmoral, racista y clasista para arremeter contra la frágil democracia que desmontaban políticos sometidos a la corrupción, como Toledo, Humala, Vizcarra y por supuesto, al artista de la “pobreza”.
Alrededor de esta película de horror y de humor –porque así es el Perú de contradictorio-, nació el terrorismo “blanco”, el de las redes sociales, el que dice “ataca, mata, incendia” pero cuyos guionistas y tecleadores no practican, porque empujan a los imbéciles a salir con violencia a suicidarse como si fuera una convicción y honor, porque incentivan con maldad a los ignorantes a creer que matando un Policía o un Soldado, que incendiando un aeropuerto, una comisaría o el poder judicial, van a lograr mejorar sus vidas, siendo todo contrario. El terrorismo blanco lo ejercen opinólogos y asesores comunicacionales -y de crisis- de alquiler, artistas venidos a menos, seudo intelectuales de círculos donde anida el humo de quién es el más resentido y quien se hace más la víctima que otro. El terrorismo blanco se escucha en la televisión, en radios y se lee en periódicos cuando se justifica la violencia del cobarde, del que golpea por la espalda, del comunista.
¿Pero saben qué? El terrorismo “blanco” siempre se tiñe de sangre de las víctimas y luego, cobra por esas víctimas, millonarias indemnizaciones de las cuales, apenas una moneda sirve a los deudos finalmente. y es así, por consecuencia, que el terrorismo blanco ha sido identificado y será aniquilado, en las redes, en las calles y con los votos.