Conocí a Albert Einstein leyendo su complicada vida familiar, transcurrida en humildad al inicio en Suiza y después en descollante ascenso en Alemania, matizada de un dolor intenso por los errores de su propia genialidad y la soberbia y la vanidad que lo fueron cambiando sobre el inmenso amor que tenía hacia Mileva, su bella e inteligentísima esposa. Einstein fue brillante en sus conocimientos, pero al principio no sabía explicarlos frente al auditorio de vanidosos científicos que lo escuchaban de vez en cuando, colegas suyos que envidiaban esa sinceridad y sencillez para decir cosas que eran casi como cómicas para ellos, un tabú para otros y solamente para pocos sin poder académico, una ruta de iluminación. Pero tenía un auditorio, estímulo y apoyo valiosísimo, su esposa, a quien fue dejando de lado lamentablemente.
A veces uno se pregunta cómo es que alguien tan brillante, se alejó tanto de su familia, sobretodo de sus hijos, nobles niños que sufrieron los actos de doble comportamiento de su padre, quien vivía otro tipo de relaciones “amorosas” que terminaron por romper lo que le dio su familia, un gran amor hacia él, pero no de él hacia su familia, porque para él, la ciencia, sus escritos, sus teorías, eran su familia y obsesión.
De esta breve vida de Einstein nos imaginamos a veces en conversaciones con amigos y no tan amigos, lo espectacular, extraordinario, fabuloso e incomparable que es el Perú y nos asustamos al verlo traicionado, abandonado, visto con indiferencia y maltratado a diario por sus propios cuidadanos, como si estuvieran compitiendo por quien mata más, quien hiere mejor, quien insulta con mayor agresividad y humor negro, quien entierra más rápido lo que nos une y congrega “a sus iguales” en esos caminos de incomprensibles y gratuitas contradicciones que nos alejan del progreso, la unidad y el desarrollo.
El Perú es un Einstein que no se da cuenta de su potencial humano, teniendo todo el sustento material para lograr lo que quisiera, es un genio que prefiere sacarle la vuelta a lo que más ama. Ese es uno de nuestros grandes problemas y ganaríamos cualquier premio Nobel sin necesidad de postular, porque lo tenemos todo para demostrar algo que nadie producir…su propia destrucción de la manera más simple.
Hoy en día, seguimos siendo ese país que no deja de hacerse daño y no nos detenemos, estamos reventando por un desborde inimaginable del Estado y la respuesta es una cadena de crisis popular que se nutre de odio, de resentimiento, de peleas y maldades. No reaccionamos ante nuestro propio espejo de la realidad.
Por eso digo, en el Perú la vida era el sueño, era posible creer que podíamos construir nuestro propio camino y conquistar un mejor destino, sostenible para todos, con oportunidades para todos.
El problema también, es que generamos problemas y no dejamos de producirlos. Por eso la pregunta para parar todo eso sería: ¿Ahora estamos despiertos? ¿Podemos ser como la parte final de la vida de un genio llamado Albert Eisntein, que reflexionó y lloró por dar amor y recibir perdón, más allá de la ciencia que no siempre es una puerta de vida, sino muchas veces, una explosión que la destruye?
Imagen referencial, obra de teatro “el sueño de la vida”, Madrid