El 8 de octubre de 1998, la Academia Sueca concedió a José Saramago el Premio Nobel de Literatura, el primero en lengua portuguesa, “por su capacidad para volver comprensible una realidad huidiza, con parábolas sostenidas por la imaginación, la compasión y la ironía”.
Estos también son los rasgos que caracterizan la escritura de Miguel de Cervantes. Porque Saramago es un escritor de estirpe cervantina.
Su imaginación, sin abandonar el referente real, nos hace ir más allá, en el vuelo creativo que nos hace más humanos.
La compasión es otro de los núcleos de su poética política, especialmente con los más débiles, con quienes más lo necesitan.
Y por último, la ironía proporciona la distancia que posibilita el sentido del humor y permite representar las realidades más duras y sangrantes desde la voluntad de transformarlas.
En su obra se unen fuertemente la ética y la estética, frente a la bajeza y la abyección del mundo.
Levantado del suelo
Toda la creación de José Saramago es, como indica el título de una de sus obras, un monumento “levantado del suelo”.
Porque, como él destaca, “del suelo sabemos que se levantan las cosechas y los árboles, se levantan los animales que corren por los campos o vuelan sobre ellos, se levantan los hombres y sus esperanzas. También del suelo puede levantarse un libro, como una espiga de trigo o una flor brava. O un ave. O una bandera”.
En este 2022 en el que celebramos el centenario de su nacimiento, conviene hacer un repaso de toda su carrera literaria.
Sus obras irrumpieron alimentadas de la tierra y sus gentes, de la historia y la imaginación creadora: a la primeriza novela Terra do pecado (1947, ahora recuperada en traducción española con su título original, La viuda) y los libros de versos Los poemas posibles (1966), Probablemente Alegría (1970) y El año de 1993 (1975) (ahora editados como Poesía completa), les siguen Manual de caligrafía (1977) y el libro de relatos Casi un objeto (1978).
Tras una fecunda etapa de inicio y maduración literaria, llegará a un punto de inflexión con las grandes obras de los ochenta: Levantado del suelo (1980), la obra de teatro ¿Qué haréis con este libro? (1980) y el libro de viajes Viaje a Portugal (1981).
A continuación aparecen las novelas que comienzan a señalarle como uno de los grandes narradores europeos del momento: Memorial del convento (1982), El año de la muerte de Ricardo Reis (1984), La balsa de piedra (1986), Historia del cerco de Lisboa (1989).
Tampoco hemos de olvidar en estos 80 la publicación de su obra teatral La segunda vida de Francisco de Asís (1987) y su relación con Pilar del Río, que le acercaría aún más a España.
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Los años noventa, que se cerrarán con la concesión del Nobel, agudizan su capacidad de reflexión y compromiso en las espléndidas novelas El evangelio según Jesucristo (1991), Ensayo sobre la ceguera (1995) y Todos los nombres (1997), al tiempo que nos ofrecen el testimonio de la forja vital de ese universo creativo en los Cuadernos de Lanzarote (1993-1995).
“Letra a letra, palabra a palabra, página a página, libro a libro, he venido, sucesivamente, implantando en el hombre que fui los personajes que creé. Considero que sin ellos no sería la persona que hoy soy, sin ellos tal vez mi vida no hubiese logrado ser más que un esbozo impreciso, una promesa como tantas otras que de promesa no consiguieron pasar, la existencia de alguien que tal vez pudiese haber sido y no llegó a ser”, dirá en su discurso del Nobel.
Una creación ejemplar llena de belleza
Toda gran literatura –la creación de José Saramago lo es– conjuga un universo personal con un modo estético de comunicar. Pocas veces se encuentra la sinergia entre la belleza en la representación ética (a veces dolorosa) de un mundo inmundo, con los matices y la delicadeza de un estilo capaz de levantar ante nuestros ojos posibilidades de mayor consistencia. Es un proceso creativo en el que se vuelve al pasado para entender el presente, al tiempo que nunca se olvida el futuro como ámbito para construir esa utopía que nos permite caminar hacia el horizonte, como decía Eduardo Galeano.
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Saramago también añade a su proceso creativo su estilo singular, a la vez matizado y desplegado. Dicho estilo se caracteriza por la riqueza de su léxico o los sutiles matices de una semántica que a veces proyecta a través de metáforas, alegorías, símbolos.
También es seña de identidad una sintaxis viva y dinámica, potenciada por un modo singular de utilizar los signos de puntuación. Consigue así imprimir un ritmo de lectura caracterizado por la eufonía, que nos invita a leer su obra en voz alta, y que es capaz de resistir la dificultad que toda traducción entraña. Su lenguaje sigue vibrando en otras lenguas que no son ese portugués que él ensanchó y enriqueció.
El legado de José Saramago
Saramago murió como había vivido: respetándose a sí mismo y respetando a los demás, dejando un tesoro de palabras en las que reconocernos. Gracias a su dominio de la escritura, su literatura llega a lo más profundo del ser y apela a la conciencia. A través de la sabiduría con la que entreteje la trama de sus textos es capaz no solo de denunciar situaciones del pasado, del presente o de un futuro posible, sino de conectar con la condición humana, con las estructuras antropológicas de nuestro imaginario que en él encuentran cotas insuperables de expresión.
En la conferencia que ofreció en el Museo del Prado en 1992, Andrea Mantegna, una ética, una estética, Saramago terminaba diciendo: “En su pintura, Mantegna no puso solo cuanto sabía, puso también lo que definitivamente era: un hombre entero en su dureza y en su sensibilidad, como una piedra que fuese capaz de llorar”.
Podemos parafrasear estas palabras, cambiar el nombre del aludido y aplicarlas a su propio creador. Porque para él no era posible la estética sin ética.
Nota de Redacción: el presente artículo fue escrito por Catedrático de Literatura Española (Literatura y Comunicación), Universidad de Sevilla, España. Se publicó originalmente en www.theconversation.com