Fiódor Dostoievski (1821-1881) es un grande de la literatura universal. En mis años mozos leí “Crimen y castigo” y “Los hermanos Karamázov”. De poco me enteré. Volví a Dostoievski con la novela corta “El jugador”. Lo siguiente ha sido leer “El idiota” (1868-1869), novela de madurez, extensa, densa e intensa. En esta obra está una de las frases más citadas del autor: “la belleza salvará al mundo”. Empecé con mucho entusiasmo y la terminé con mediana ilusión: entre el inicio y el final, pasaron tres años. Me enganchaba en ciertos tramos, me desanimaba en otros; leía, dejaba de leer, hasta que le di el empujón decisivo en los último dos meses. La lectura me ha dejado un sinfín de ideas bullendo en la mente. Son personajes complejos, en parte, porque la vida de Dostoievski fue compleja, al borde de su resistencia corporal y anímica.
Me voy haciendo una cierta composición de los personajes y la historia que los enlaza con bastante esfuerzo. Las lecturas de Stefan Zweig (“Tres maestros. Balzac, Dickens, Dostoievski), Romano Guardini (“El universo religioso de Dostoievski), Rafael Gómez Pérez (“Dostoievski. Pensamiento y reflexiones”), Luis Daniel González (“La discreción del bien. Comentarios a la obra de F. Dostoivsky) son faros de luz que iluminan el paisaje interior de los personajes de “El idiota”.
Gabriel Marcel, en su obra de teatro “El mundo roto”, pone el siguiente diálogo en boca de las dos amigas de la obra. Una de ellas, refiriéndose a una tercera persona, dice: “Es simple”. A lo que la amiga responde: “Nadie es simple”. Ninguno de los personajes de “El idiota” es simple y mucho menos es un idiota. El príncipe Mitckin tiene ataques de epilepsia muy fuertes. Durante su adolescencia y primera juventud estuvo en un sanatorio suizo para sanarse del mal. Una enfermedad que lo dejaba en blanco, desconectándolo de su entorno. Regresa a San Petersburgo, medianamente curado. Pocos meses pasó allí, los suficientes para dar cabida a la narración de la novela. Tiene la inocencia de un niño, lo que motiva escenas de burla y escarnio. No se toma a mal esos desaires. En medio de la malicia, se abre su natural sencillez y sinceridad. Alcanza a ver las profundidades del alma de sus interlocutores, aquello que pasa desapercibido a los demás.
Una simple fotografía de Nastasia Filipovna le basta para darse cuenta de su extraordinaria belleza y, a su vez, del sufrimiento, desencanto, furia, culpa que carcomen su alma. Si para otros, Nastasia inspira deseo o desprecio, para el príncipe, ella le inspira inmensa compasión. En Mitckin hay un impulso mesiánico: quiere comprender y llegar a las fibras más íntimas de sus amigos, pero, principalmente, quiere salvarlos de sí mismos. Se sumerge en el hoyo existencial del drama de Nastasia, Rogochin, Hipólito. Los acompaña, intenta salir a flote con ellos; no lo consigue. Su enfermedad le pasa factura. Las emociones son demasiado fuertes para su resistencia corporal y anímica. Termina, nuevamente, en el sanatorio, totalmente ido y perdido.
¿Es Mitchkin la imagen de Jesucristo? La pregunta no es vana. El príncipe es compasivo, ayuda a quienes necesitan socorro, perdona a los que lo ofenden, asume la culpa en las escenas duras que transcurren en la narración, su paciencia es grande, está disponible a quien lo solicita. Es la figura del inocente por excelencia, en él no hay rencor ni segundas intenciones. Guardini dice de Mitchkin: “En su figura no hay que considerar la figura de Dios hecho hombre, ni tampoco un segundo Jesucristo. Su existencia es de un carácter enteramente humano, hay en ella cuerpo y alma, alegrías y miserias, pobreza y fortuna, puntos culminantes y ruina. Mas de esa existencia enteramente humana emerge, nítida, la imagen de otra que no es humana, la de Dios hecho hombre”. Me parece atinada la apreciación de Guardini: Mitchkin no es Jesucristo, aunque de él emerge una imagen suya. Una imagen, por cierto, excesiva, como excesivos son algunos de los personajes de la novela. Falta en Mitchkin el halo sobrenatural, el aroma divino, la esperanza alegre. Su papel es humano, trágicamente humano. Las tinieblas son mayores que la luz.
Sigo pensando en Mitchkin y en el elenco de personajes que lo acompañan. Da para mucho. En estas profundidades del alma humana, Dostoievski es un maestro.