Steven Levitsky y Daniel Ziblatt se suman a los varios alegatos que anuncian los resquebrajamientos de la democracia. En “Cómo mueren las democracias” (Planeta, 2018), los autores señalan los golpes que minan los cimientos de la democracia contemporánea, teniendo como telón de fondo la reciente era Trump, ejemplo del autócrata moderno con cuyo estilo de gobierno ilustran su propuesta. En nuestro medio, Steven Levitsky es conocido; basta acudir a la red para encontrar entrevistas, artículos, posts que dan razón de sus ideas sobre la política, en general y; de la política peruana, en particular.
La democracia a la que hacen referencia los autores apunta a una dinámica de procesos, una forma de gobierno que posibilita la coordinación de intereses de los ciudadanos. Es una defensa al sano juego de procedimientos, normas no escritas, guardarraíles que permitan el florecimiento de la democracia. Habría que evitar los depredadores la democracia personificados en la figura de los autócratas que, con sus decisiones desmesuradas, dañan el delicado mecanismo de pesos y contrapesos que hacen funcionar a la democracia.
Para los autores el papel de los partidos políticos es crucial. Ellos son los guardianes de la democracia. En sus manos está elegir al candidato idóneo, para cuyo fin ha de tener legitimidad popular y ánimo tolerante. Al menor asomo de extremismo o comportamiento autoritario en el candidato, el partido político se encargaría de extirparlo. Para saber si estamos ante un autócrata basta pasarlo por un sencillo test: ¿Rechaza las reglas del juego democrático? ¿Niega la legitimidad de sus adversarios? ¿Es intolerante y fomenta la violencia? ¿Restringe las libertades civiles y la libertad de expresión? Si da positivo, allí tendríamos a un enemigo de la democracia.
Estados Unidos tiene una larga tradición de bipartidismo. Pasaba lo mismo con varios países europeos. Ya no es así: han aparecido otros partidos y facciones disidentes en las mismas agrupaciones políticas. En nuestro país los partidos son débiles y múltiples. Entonces, ¿adiós a la democracia? Quizá, no a la democracia que los autores señalan y, probablemente, tampoco haga falta poner una incubadora de partidos políticos. No tenemos partidos políticos sólidos, pero no faltan guardianes de la democracia. En buena hora que existan y se vayan fortaleciendo, mas no es el único camino de la política. La subjetividad social, la ciudadanía tiene otros modos de expresarse en el espacio público. Nuestra democracia no tiene, ciertamente, trazos firmes y claros. La complejidad social no se deja atrapar en un par de explicaciones. Basta ver los resultados de las últimas elecciones generales para echar por tierra los recetarios de libro. Hacemos política a pesar de los frágiles partidos políticos.
Los autores, asimismo, ponen especial énfasis en lo que denominan los guardarraíles de la democracia, unas normas no escritas que constituyen el sistema informal o espontaneo de la organización social: la tolerancia mutua y la contención. Por la tolerancia, el político muestra un comportamiento abierto a sus competidores. Por la contención se compromete a no usar, desmesuradamente, los mecanismos del poder que ostenta para echar agua a su molino y desaparecer a sus oponentes. Es un llamado a la prudencia política y a la moderación para evitar extremismos triunfalistas. Digamos que no estamos para posturas fanfarronescas y mesianismos políticos. Nos hacen faltan políticos dialogantes y no salvadores furibundos.
La democracia de los autores es procedimental, pura forma de gobierno, juego de intereses, propia de élites y de iluminados; no hay contenidos ni bien común. Citan algunos bienes de esta democracia formal: igualdad, civismo, sensación de libertad, diversidad étnica. No es poco, cierto, pero no basta para hacer política real, la de las calles, la de las proclamas, la de los planes de gobierno, las del elector. Me sabe a poco una democracia procedimental: sin bienes, sin propuestas y sin opciones, es fría y vacía.