En una pequeña aldea de campesinos de la Unión Soviética de los años 50 del siglo pasado vivía Matriona, una viuda de poco más de sesenta años muy trajinados. En su casa, encuentra hospedaje Alexandr Solzhenitsyn, después de diez años de prisión en el Gulag. Quiere alejarse de todo y consigue en ese pequeño pueblo el puesto de profesor de matemáticas. Una aldea habitada por personas mayores y niños. Los varones trabajan en la industria. Unos escasos meses de sol y muchos más de frío y nieve. Campesinos con pequeños huertos que ellos mismos cultivan con mucho esfuerzo, arte y poco más. Con estos elementos, Solzhenitsyn escribe “La casa de Matriona” (Tusquets, 2011).
Matriona, en la flor de su juventud, estuvo comprometida con Faddei, quien tuvo que marchar a la Gran Guerra. Tres años y no sabía nada del novio. El hermano menor, Efim la pidió en matrimonio y se casaron. Al poco tiempo apareció Faddei. Y cuenta Matriona: “ahí mismo se plantó, en el quicio de la puerta. ¡Menudo chillido pegué yo! ¡A sus pies quería echarme! Pero ya no tenía caso. ´Si no fuera él hermano mío´, dijo, ´los hacía pedazos aquí mismo a los dos´”. Una existencia en apariencia anodina que, tras bambalinas, escondía una historia de amor truncada por esos guiños dramáticos de la vida.
En la casa, cuenta el autor, “comía dos veces al día, como cuando en el frente: o papatas (sic) o sopa papatera. Me conformaba con eso porque la vida me había enseñado a no buscar en la comida el sentido de la existencia cotidiana. Para mí era mucho más valiosa esa sonrisa en su rostro redondo, que traté en vano de captar cuando por fin tuve dinero para comprarme una cámara fotográfica”. Poca comida, escasa comodidad, mucho frío, conversaciones esporádicas; sin embargo, vida buena, aderezada por un lugar donde estar y la compañía silenciosa de Matriona.
Vivían al día. Matriona “no miraba por la casa, no se desvivía por comprar cosas y después tenerlas en más aprecio que la propia vida. No ansiaba vestidos, indumentos que engalanan al deforme y al malvado. Incomprendida, abandonada incluso por su marido, había enterrado seis hijos, pero no su buen carácter; hermanas y cuñadas la tenían por una extraña, por ridícula, porque trabajaba como una tonta para los demás sin pedir nada a cambio, y a la hora de su muerte no había hecho acopio de enseres, sólo había tenido una cabra blancuzca, un gato paticojo, unos cuantos ficus… Habíamos vivido todos junto a ella sin comprender que era precisamente ella la persona justa sin la cual, como en el dicho, no se tendrá en pie la aldea. Ni la ciudad. Ni nuestra nación entera”. Y ciertamente, sin generosidad, magnanimidad y entrega no hay proyecto sostenible en el tiempo.
Una historia encantadora, una amistad profunda, tejida de silencios, privaciones y comprensión. No hay glamur ni alfombras rojas. Hay vida de diario que sabe hacer fiesta con una sopa de papas y arranca sonrisas a las fatigas y trajines de la jornada.