“Franny y Zooey” (Alianza, 2017) es una de las narraciones emblemáticas de J. D. Salinger (1919-2010), escrita en 1961 y ambientada en Manhattan en 1955. Ellos son dos de los hermanos Glass, cuya familia aparece en otros escritos del autor. Todos ellos genios y lo ejercían desde niños, ganando concursos uno detrás de otro. Han sido formados por sus hermanos mayores en ideas de inspiración oriental.
Zooey lo narra así: “Los Cuatros Grandes Votos: Por muy innumerables que sean los seres, juro salvarlos; por muy inagotables que sean las pasiones, juro extinguirlas; por muy inconmensurables que sean los Dharmas, juro dominarlos; por muy incomparable que sea la verdad de Buda, juro alcanzarla. Sí, equipo. Sé que puedo hacerlo. Póngame a prueba, entrenador –seguía teniendo los ojos cerrados. Dios mío, he musitado esto antes de las tres comidas de cada día todos los días de mi vida desde que tenía diez años”.
Zooey, 25 años, actor dramático, de alto coeficiente intelectual, tiene dificultad de hacerse con amigos o, más bien, tiene la capacidad de perderlos fácilmente. Su clarividencia cínica se le dispara al menor descuido, a pesar suyo. Carece de tacto en modo superlativo. Franny, su hermana, se lo hace notar: “Ponte enfermo alguna vez y ve a hacerte una visita, ¡así te enterarás de la falta de tacto que tienes! Eres la persona más inaguantable que he conocido en mi vida para estar cerca de alguien que no se siente completamente en forma. Si uno tiene, aunque sólo sea un catarro, ¿sabes lo que haces tú? Le lanzas miradas de odio cada vez que le ves. Rotundamente me pareces la persona menos comprensiva que he conocido. ¡Eso es lo que eres!”. Y ciertamente, Zooey, no habla, dispara como ametralladora. Es agotador y puede llegar a ser hiriente.
Franny, 20 años, atraviesa una severa crisis existencial. El contraste de su mundo interior con el entorno salta por los aires. Le dice a su enamorado Lane: “Lo único que sé es que estoy perdiendo el juicio. Estoy harta de ego, ego, ego. El mío y el de los demás. Estoy harta de que todo el mundo quiera llegar a alguna parte, hacer algo notable, ser alguien interesante. Es repugnante…, lo es, lo es. Me da igual lo que digan los demás”. Franny está harta de las poses, de la falta de autenticidad que observa, del afán de éxito desbocado en el que vive. Ha ganado muchas competencias, ya no quiere ganar. Quiere, ahora, rezar. Lo ha aprendido en dos pequeños libritos que lleva a toda parte: “El peregrino ruso” y “El peregrino sigue su camino”.
Ese es el drama de Franny, darle vueltas al consejo del peregrino quien sostiene que las mejores palabras para rezar son: “Jesucristo, Nuestro Señor, ten piedad de mi”. Justo todo lo contrario ha aprendido. Es pasar de la autoafirmación personal a la sencilla humildad del orante.
“El caso es –dice Franny- que el starets le cuenta al peregrino que si repites esa oración una y otra vez (al principio basta con que la digas sólo con los labios) lo que pasa es que finalmente la oración se vuelve activa. Algo ocurre al cabo de un tiempo. No sé qué es, pero ocurre algo, y las palabras se sincronizan con los latidos del corazón de esa persona, y entonces está realmente rezando sin cesar. Lo cual tiene un efecto místico tremendo en toda su actitud. Quiero decir que ése es precisamente el propósito, más o menos. Quiero decir que lo haces para purificar toda tu actitud y conseguir un concepto absolutamente nuevo del sentido de las cosas”.
Para ponerse delante de Dios hace falta un corazón contrito y humillado. Corazón penitente, corazón de niño. Un talante humilde que ayuda a evitar los aires altaneros, a respetar las opiniones ajenas, a sobrellevar sin desánimos las propias flaquezas, a andar en verdad.