En la película “La lista de Schindler”, ambientada en la segunda guerra mundial, el personaje de la película es un empresario alemán, Oskar Schindler que ve en la guerra una oportunidad de negocio: poner una fábrica de utensilios de cocina para el ejército alemán en la Polonia ocupada.
Sólo tiene la idea, no sabe del negocio ni tiene el dinero para montarlo. Empieza a buscar y se encuentra con un judío, el contador Stern quien había trabajado en una fábrica similar. Le propone que sea el gerente de la empresa que piensa formar. Al mismo tiempo, Schindler le pide a Stern que lo ponga en contacto con inversionistas judíos que estén dispuestos a poner el capital. En ese momento, Stern reacciona y le dice: “Un momento. Yo trabajo y administro la fábrica. Los inversionistas ponen el dinero. Y usted, ¿Qué hace?” Schindler, con toda la tranquilidad del mundo, le contesta: “Yo, ¿trabajar? No. Yo haré la presentación, haré los contactos”.
Años cuarenta del siglo pasado en donde lo que importa es tener cosas que se puedan tocar, pesar y medir. Y nada más físico y tangible que una fábrica –activos fijos- y el capital financiero. Todo lo demás se mira con recelo. Dirigir, organizar la empresa; buscar los contactos con los proveedores, los clientes; mantener buenas relaciones con ellos. Todo eso no contaba. Se sabía que existía, pero se lo consideraba al margen del negocio.
Cincuenta años después, como muy bien lo afirma la profesora Elsa Alama en su libro, “Capital intelectual y ventaja competitiva” (Universidad de Piura, 2011), sabemos que una empresa vale más que sus activos fijos y que los balances contables no acaban de expresar. Allí está la calidad profesional y moral de sus miembros, los valores que reflejan la operación de la empresa, la solidez de su reputación comercial, los resultados de su innovación tecnológica, las relaciones con todos sus stakeholders (clientes, cadena de proveedores, comunidad, Estado, Región). Es lo que se ha dado en llamar “capital intelectual” o capacidades y recursos intangibles de la empresa, sin los cuales la empresa no pasa a ser sino un esqueleto sin vida. Un patrimonio, en cierta medida invisible a los actuales instrumentos de medición contable, pero que, indudablemente, agregan valor a la organización.
¿Se puede medir el amor de Romeo y Julieta? ¿Cuánto aporta la rectitud moral de una persona a sus ingresos mensuales en un estudio de abogados? ¿Afecta a los resultados de la empresa el mal clima organizacional entre sus miembros? Son todas ellas preguntas que nacen espontáneas cuando uno se plantea cuánto vale un negocio. E, inmediatamente, la pregunta pasa a otro nivel, pues del “cuánto vale” pasamos a lo esencial, es decir, qué es una empresa.
¿Es una simple fábrica de dividendos, una maquinita para hacer dinero? ¿Un lugar habitado por mentes brillantes con aires de autosuficiencia? Sin duda, son preguntas que invitan a pensar para encontrar el difícil equilibrio entre la eficacia y la fecundidad y para no confundir el precio con el valor de las cosas. Pensar y volver a pensar lo que, en versos de Machado, de suyo nos desborda: “De la mar al precepto,/del precepto al concepto,/del concepto a la idea/-¡oh la linda tarea!-,/de la idea a la mar,/¡Y otra vez a empezar!
Publicado por el autor en Tertulia Abierta, Piura, el 19 de marzo de 2011