George Orwell (1903-1950) es un ícono de la libertad de expresión, la libertad de las conciencias, la sinceridad intelectual, la verdad histórica. Lo es, no sólo porque en sus crónicas, artículos y novelas (“Rebelión en la granja”, “1984”) defendió la libertad de pensamiento, sino porque lo testimonió con su vida. Socialista en política, se enroló como miliciano en Cataluña para defender al gobierno republicano enfrentado a las fuerzas de Franco durante la guerra civil española. Su mayor sorpresa fue la distorsión de los hechos por la prensa extranjera, incapaces ir en contra de lo corrección política de ese momento que se negaba a denunciar los atropellos de los propios republicanos. “Cuando dejé Barcelona a finales de junio -escribe-, las prisiones estaban atestadas (…). Pero la clave aquí es que los presos que están ahora en las cárceles [republicanas] no son fascistas, sino revolucionarios; que no están ahí porque sus opiniones se sitúen demasiado a la derecha, sino porque se sitúan demasiado a la izquierda. Y los responsables de haberlos recluido ahí son (…) los comunistas”.
Decir lo que se piensa, poder expresarlo claramente a pesar de las presiones exteriores, valorar los hechos y opinar sobre ellos son signos elementales de la libertad de pensamiento. Es lo que Orwell defiende en “El poder y la palabra. 10 ensayos sobre lenguaje, política y verdad” (Penguin Random House, 2017), una célebre selección de sus artículos, faros de luz que ayudan a navegar en las aguas agitadas de cierta cultura de la cancelación, que pretende apagar, intemperantemente, las voces de los opositores.
“Lo primero que le pedimos a un escritor es que no cuente mentiras -afirma Orwell-, que diga lo que piensa realmente, lo que siente realmente. Lo peor que podemos afirmar de una obra de arte es que no es sincera. Y esto es aún más cierto en relación con la crítica que con la escritura creativa, en la que no importa cierta dosis de pose y artificiosidad, e incluso cierta dosis de farsa pura y dura, siempre y cuando el escritor posea cierta sinceridad fundamental. La literatura moderna es en esencia algo individual. O es la fiel expresión de lo que alguien piensa y siente, o no es nada (p.62)”. Antes y ahora, no ceder a los cantos aduladores de las tribunas o a sus diatribas ruidosas es un deber elemental de honradez y coraje intelectual.
Orwell alertó contra las pretensiones insanas de abolir la libertad de pensamiento propias de todo totalitarismo (político, cultural, religioso). Un control del pensamiento por la vía de la fuerza física, la agresión verbal, de doble signo: “no solo nos prohíbe expresar –e incluso tener- ciertos pensamientos; también nos dicta lo que debemos pensar, crea una ideología para nosotros, trata de gobernar nuestra vida emocional al tiempo que establece un código de conducta. Y, en la medida de lo posible, nos aísla del mundo exterior, nos encierra en un universo artificial en el que carecemos de criterios con los que comparar (p. 64)”.
Libertad, grande y hondo su significado. Aprender a vivir en libertad es un reto inmenso para todos, grandes y chicos, jóvenes y mayores. Conjugar estilos de vida y convivencia relacional toma su tiempo: es una tarea que hemos de ajustar de tiempo en tiempo. En el espacio público hacemos esos ajustes, precarios las más de las veces. Funcionan durante un tiempo y vuelta a corregir. En política, ni a unos ni a otros nos queda bien el papel de furibundos dioses que calcinen al disidente con sus rayos flamígeros. Sólo a los regímenes o mentalidades totalitarias se les ocurre desintegrar a los disidentes: afirman su posición y cancelan la contraria, con un simple chasquido de dedos al estilo de Thanos.
Llamar a las cosas por su nombre es muestra elemental de sentido común. Sin embargo, nos recuerda Orwell que “desde el punto de vista totalitario, la historia es algo que se crea y no algo que se estudia. Un Estado totalitario es, de hecho, una teocracia, y para conservar su puesto, la casta gobernante necesita que la consideren infalible. Pero como, en la práctica, nadie lo es, resulta necesario reescribir el pasado para aparentar que nunca se cometió tal o cual error o que tal o cual triunfo imaginario sucedió en realidad. Además, cualquier cambio de política significativo exige un cambio paralelo de doctrina y una reevaluación de las figuras históricas importantes”. Nuestra historia política reciente está llena de estas redefiniciones de “malos y buenos”: cada cambio de gobierno, incluso en su efimeridad, se alza como salvador reescribiendo la historia. No faltan los escribanos para este último menester.
“Cosas así suceden en todas partes -sigue diciendo Orwell-, pero sin duda es más fácil que conduzca a falsificaciones descaradas en aquellas sociedades donde solo se permite una opinión en un momento dado (p.98)”. Falsear el sentido de las palabras, de los hechos sucede con más facilidad en el fragor de la batalla, en donde la pasión puede apagar a la reflexión. Es grave cuando el instante falseado pasa a los libros de historia como verdad enseñada.
“El periodista -afirma Orwell- no es libre –y es consciente de esa falta de libertad- cuando se le obliga a escribir mentiras o a silenciar lo que le parece una noticia de importancia; el escritor imaginativo no es libre cuando tiene que falsificar unos sentimientos subjetivos, que, desde su punto de vista, son hechos. Puede distorsionar y caricaturizar la realidad para que su sentido sea más claro, pero no falsear el decorado de su imaginación; no puede decir con convicción que le gusta lo que le disgusta, o que cree en algo en lo que no cree (p.101)”. Coherencia, integridad, decencia, dignidad son conceptos que hacen juego entre ellos. Lo que los ilustrados de la novela “1984” del mismo Orwell hacen con el disidente Smith -a base de tortura y lavado de cerebro- es cruel e inhumano: le reformatean su conciencia haciéndole creer lo que nunca creyó.
En 1948, Orwell escribió: “Obviamente, durante los últimos quince años, la ortodoxia dominante, especialmente entre los jóvenes, ha sido la “izquierda”. Las palabras clave son “progresista”, “democrático” y “revolucionario”, mientras que los sambenitos que hay que evitar a toda costa que te cuelguen son “burgués”, “reaccionario” y “fascista”. Hoy en día, casi todo el mundo, incluidos la mayoría de los católicos y conservadores, es “progresista”, o al menos desea ser considerado así. Nadie, que yo sepa, se describe a sí mismo como “burgués”, del mismo modo que nadie que sea lo bastante culto para haber oído la palabra admite jamás ser antisemita. Todos somos buenos demócratas, antifascistas y antiimperialistas, despreciamos las distinciones de clase, somos inmunes al prejuicio racial, etcétera, etcétera (p.157)”.
La “corrección política” no tolera la disidencia y tiene sus ministerios de la verdad (medios de comunicación, colectivos ideológicos) que dictaminan lo que debe creerse violentando la libertad de las conciencias. Tiene su “nuevalengua”, como la Oceanía distópica de Orwell, con su vocabulario cada vez más reducido, pero tremendamente efectivo; son los “hashtag” de las redes sociales, palabras construidas que señalizan tendencias de la opinión pública fragmentada, delimitan tribus, condenan o aprueban. Han pasado más de setenta años de este escrito, qué actual sigue siendo. La libertad fue asediada entonces y ahora también. Esta vez tiene el rostro de la destemplanza, un movimiento pulsional que no tolera la discrepancia y excluye al otro del espacio público.
* Francisco Bobadilla es catedrático universitario, escribe en el blog: tertuliaabierta.wordpress.com