Una de las primeras peleas que los papás tienen que dar con los hijos pequeños es la de ordenar sus apetencias. Desde acostumbrarlos a dormir cuando llega la noche a comer a sus horas. Y, además, comer lo que se les sirve y no sólo lo que les gusta.
Los sermones maternos aún los recuerdo, cuando en casa alguno de los hermanos mirábamos con disgusto lo que aparecía en la mesa: “agradece que tienes comida”, “cuando vayas por ahí tendrás que comer lo que encuentres”, “come que eso te hace bien”.
Lo contrario, también, es verdad, pues no sólo de dulces y chocolates viven los niños (y los grandes): “primero, la comida; después, el postre”; “ya deja de comer, vas a reventar”; “no comas fuera de hora, porque después dejas la comida”; etc.
¿Por qué hay que educar el deseo? ¿Por qué no dejarlo que se exprese con espontaneidad y que cada cual le dé rienda suelta a sus gustos de comidas, bebidas, películas, ocio? ¿Por qué ese a afán a comer sano?
No hace falta ser un antropólogo, dietista o psicólogo para darnos cuenta de que el deseo o el “me gusta, no me gusta” requieren educación. De lo contrario, en poco tiempo tendremos delante de nosotros a un hombre o mujer engreído, poco apto para dar el do de pecho que la vida reclama al adulto.
Quien deja que sus deseos manden en su vida, difícilmente podrá embarcarse en planes de largo plazo, pues las metas cuya ejecución requieren años de esfuerzo, necesitan de temperamentos templados, dispuestos a dejar el placer de corto plazo, para conseguir objetivos más valiosos. Esto último requiere disciplina, orden, señorío para tener la voluntad de decir no al gustito inmediato.
Todo esto lo pensaba mientras leía la entrevista a una de nuestras nadadoras más prometedoras, Daniela, con apenas 13 años. Dice: “Tengo una rutina diaria. La natación es un estilo de vida. Todos los nadadores tienen que dejar las fiestas, no trasnochar y cuidarse mucho en la comida. No consumir grasas, por ejemplo. Aunque después de las competencias sí podemos comer chocolates para recuperar energías”. Me imagino que un chocolate, después, de todo ese esfuerzo desplegado, no sabe bien: sabe, muy, pero muy bien.
Daniel Goleman, uno de los más reconocidos investigadores en “inteligencia emocional” no lo duda y afirma que de las cinco competencias emocionales –auto conocimiento, auto motivación, autocontrol, empatía y asertividad- la principal es el “autocontrol”, es decir, la educación del deseo. Educación que nos ayuda a reaccionar moderadamente ante los estímulos sensoriales que reclaman nuestra atención y gusto.
Quien no se ha ejercitado en moderar sus placeres tiende a ser una persona intemperante, impaciente. No sabe esperar, todo lo quiere a la primera y por eso atropella a los demás. Es el típico personaje que se cuela en las colas, se salta los semáforos, detiene el carro en donde le da la gana, echa basura en la calle.
El intemperante todo lo quiere “ya”, “ahoritita” y por eso, muchas veces, pide el fruto antes de tiempo o lo arrebata verde. Es pragmático, sí; pero, romántico, no. El romanticismo requiere tiempo, cocina las cosas a baño maría. La buena carne en la parrilla, el chancho al palo requieren horas de cocción. La llama quema, no cocina.
Educación de la afectividad es madurez humana. No es apagar el deseo, es aprender a tener buen gusto, contemplar a Julieta con los ojos de un artista, disfrutar de la media luz y del viento que refresca la noche. Vivir el momento como apertura a la eternidad.