“Mis libros, dice Byung-Chul Han, no son repeticiones, sino variaciones”. Variaciones musicales de un mismo tema. Abordajes desde perspectivas variadas, en tono fenomenológico, tratando de mostrar la realidad plena del otro, desdibujada en el torrente de las prisas en las que solemos movernos. En su reciente libro, La tonalidad del pensamiento. Trilogía de las conferencias. Vol. I (Paids, 2024), nos encontramos frente a una nueva variación de los temas a los que el filósofo coreano se acerca con su especial sensibilidad y agudeza.
Este libro recoge alguna de las conferencias dadas por Han. Es una simbiosis de locución hablada, más que leída, acompañada de música de Bach y fotografías del pensador durante su presentación. Los temas antropológicos que trata son dichos como en confidencia, tienen más sabor a tertulia que a conferencia o, como lo señala él mismo, tienen más forma de predicación que de discurso. Pica aquí y allá, como abeja que salta de una flor a otra. Un estilo que me ha resultado agradable; con muchas coincidencias y, también, alguna diferencia en sus propuestas.
Dice: “En mi jardín siento, por encima de todo, una profunda paz, una fuerza profunda y redentora, trascendencia, majestuosidad. El jardín ha hecho que vuelva a ser muy creyente. En su momento pensé que la verdadera biología es una teología. Ahora pienso que Dios le ha regalado flores al ser humano para aliviar un poco su irrefrenable violencia”. Han, ciertamente, tiene un jardín en su casa y tiene mucho de jardinero en su forma de mirar la realidad: siembra, cuida, poda, contempla, espera. Un jardinero no se separa de su jardín y, por eso, dice que él viaja poco.
Esta actitud de espera, propia de un agricultor, le lleva a pensar la virtud de la esperanza en términos de lo que “aún no llega” y abierto a la sorpresa del advenimiento de lo nuevo, de aquello que aparece y entra en escena sin mediar cálculo alguno. Esperanza y futuro van de la mano. La planificación, el algoritmo, en cambio viven del control, enjaulan al futuro y acaba con “ya todo está escrito” como cínicamente lo dice Gabriel, el personaje de la película Misión imposible VII, para quien la inteligencia artificial lee y mide milimétricamente el destino de todas las personas. La esperanza, en cambio, escapa a los algoritmos y a las hojas Excel.
Vuelve Han a su crítica del capitalismo del rendimiento orientado al consumismo, a los logros, al bienestar material. Una cultura que privilegia la competencia hasta la extenuación, señala deadlines, fija resultados, acumula cosas; pero que, en tantos casos, ha perdido la sabiduría de la vida. Estamos juntos, más no estamos en comunión. Muchos resultados y, en cambio, pocos vínculos interpersonales. “El sujeto neoliberal -señala Han- como empresario de sí mismo no es capaz de establecer con los demás, relaciones que estén libres de propósito [qué saco, qué gano]. Entre los empresarios de sí mismos tampoco puede surgir una amistad libre de propósito. Sin embargo, en origen ser libre significa «estar entre amigos»: en indoeuropeo, las palabras libertad y amigo poseen la misma raíz. En esencia, la libertad es una palabra relacional. Solo es posible sentirse verdaderamente libre dentro de una relación lograda. El aislamiento completo al que nos conduce el régimen liberal no nos hace libres de verdad. La libertad es sinónimo de comunidad lograda”. La libertad se teje con otros, no en soledad.
Han, en otras ocasiones, se ha referido -con acierto- a la necesidad de la pausa, a gozar del aroma del tiempo, a detenerse y contemplar la hondura de la realidad. En esta ocasión señala que “la fiesta interrumpe el trabajo. El trabajo desconecta y aísla a las personas. (…) Participar en la creación, tornarse divino, formar parte de la divinidad: esa es la esencia de la fiesta, la esencia de la celebración. La vida actual, colonizada en su totalidad por la producción, es una atrofia absoluta de la vida. Tenemos que admitir de una vez por todas que hemos perdido esa existencia divina, esa trascendencia. La fiesta es lo contrario de la producción y del trabajo. La fiesta tiene más de derroche que de producción”.
En este aspecto del trabajo, me parece que Han carga las tintas y se queda estancado en la dimensión patológica del trabajo. No mira al trabajo como un ámbito en el que el que emergen dimensiones esenciales de la condición humana. Aunque el trabajo puede llegar a ser alienante para el ser humano, sin embargo, su trascendencia supera esta limitación. Han no acaba de ver el valor humanizador que tiene el trabajo, se queda en las anomalías de una forma de ver la organización económica y empresarial y pierde la vista del valor del trabajo señalado en sus mismos orígenes creacionales: el ser humano ha sido puesto en la creación ut operaretur, para que trabaje. Es decir, el trabajo no es una maldición, aún cuando en la historia de la humanidad y en la actual sociedad contemporánea a los seres humanos no nos salga la plana derecha.
El libro, en suma, es sugestivo. Han es un filósofo que invita a meditar. Su filosofía encarnada, el tono musical de su pensamiento es siempre una grata llamada a detenerse en las dimensiones esenciales de la condición humana.