Uno de los rasgos que define a la cultura contemporánea es que tendemos a medirlo todo por la utilidad que nos reporta una actividad, una cosa, un servicio, un producto, etc.
Esta mentalidad se encuentra muy enraizada, también, en la labor docente. En el campo de la Universidad nos cuesta mantener la enseñanza de los cursos humanísticos ante el reclamo de los mismos alumnos que tantas veces se preguntan qué sentido tienen cursos como historia, filosofía o literatura si lo que quieren es ser ingenieros, contadores, economistas, etc. Cuestionamiento muy propio de nuestro tiempo que ya no presta atención a la esencia de las cosas, sino a la utilidad que nos puedan proporcionar en términos de dinero contante y sonante, por decirlo de modo rápido.
La literatura corre el riesgo de ser arrinconada o, peor aún, eliminada de los planes de estudio privándonos de la posibilidad de gozar de las buenas letras y de ser un poquito mejores con las narraciones que nos amplían el horizonte cultural, dándole solera a la biografía personal y profundidad a las constantes de la condición humana. Precisamente, Antoine Compagnon, catedrático de literatura de la Sorbona de París, en la Lección inaugural de la cátedra de Literatura Francesa en 2006, dedicó su disertación a tratar de responder a esta inquietante pregunta: “¿Para qué sirve la literatura?” (Acantilado, 2012).
Respuestas no faltan. La literatura entretiene, divierte y forma. Otros pondrán el acento en su efecto terapéutico capaz de servir de remedio contra la opresión y la malsana presión cultural o política a la que estamos sometidos. También es verdad que la buena literatura restaura la lengua y la enriquece.
Ante tantos intentos de justificar su existencia, no han faltado quienes desde “de Baudelaire y de Flaubert, se han negado a reconocer a la literatura cualquier poder que no sea sobre sí misma”.
“Ha llegado el momento de volver a hacer el elogio de la literatura -sostiene Compagnon- de protegerla del desprecio, en la escuela y en el mundo. “Las cosas que la literatura puede buscar y enseñar son pocas, pero insustituibles –anticipaba ya Italo Calvino-: la forma de mirar al prójimo y a sí mismo, […] de atribuir valor a cosas grandes y a cosas pequeñas, […] de encontrar las proporciones de la vida, el lugar que en ella ocupa el amor, así como su fuerza y su ritmo, y el lugar que corresponde a la muerte, la forma de pensar en ella o de no pensar en ella”, y otras cosas “necesarias y difíciles”, como la duración, la piedad, la tristeza, la ironía, el humorismo”.
“La literatura nos libera de nuestra forma convencional de considerar la vida –la nuestra y la de otros-, destruye la buena conciencia y la mala fe. (…). Su poder emancipador, que nos conducirá en ocasiones a buscar derrocar a los ídolos y cambiar el mundo, permanece intacto, aunque más a menudo nos hará, sencillamente, más sensible y más sabios, en una palabra: mejores”. Este es el papel de la buena literatura: señalarnos rutas que nos hagan crecer, sin dejar de entretenernos y, muchas veces, igualmente, sanando nuestras heridas.
No está sola la literatura en el espacio cultural, “tiene competidores por todas partes -anota el profesor francés-, y no posee el monopolio sobre nada, pero la humildad la favorece, y sus poderes siguen siendo desmesurados; puede, por tanto, ser acogida sin miedo, y su lugar en el Templo está asegurado. El ejercicio nunca cerrado de la lectura sigue siendo el lugar por antonomasia del conocimiento de uno mismo y del otro; descubrimiento, no ya de una personalidad compacta, sino de una identidad obstinadamente en devenir”.
En suma, la sensibilidad literaria sigue siendo una buena cualidad que la universidad debe cultivar en sus alumnos.