El refrán “el hábito no hace al monje” lo solemos decir para significar que las apariencias, lo externo de alguna persona o de una organización no define la autenticidad de la identidad personal o institucional. Es decir, hacer una declaración de principios de la más alta calidad ética no significa que la persona o la institución encarne esos valores.
Pensaba en ese refrán a propósito de la situación caótica que vivimos en el Perú. Nuestro problema se llama corrupción, soborno, extorsión. En cristiano, nos encontramos ante el vicio capital de la avaricia: afán desmedido por tener cosas, dinero. Y la avaricia es un vicio que nace en las personas, no en las estructuras políticas o económicas.
Me parece que los remedios que se proponen no van a la raíz del problema. Se está orientando la lucha contra la corrupción atacando los efectos y no las causas del problema. Y me temo que la democracia liberal al uso está incapacitada para ir a la causa.
Vivimos en una democracia que lo apuesta todo a los sistemas de control externo: normas penales más rigoristas, sistemas de “criminal compliance” en las empresas, modificaciones en la Constitución Política del Perú. Con estos mayores controles se quiere disuadir al potencial infractor por la vía de los castigos severos o cuanto menos, se pretende ponerle muchos obstáculos al defraudador.
La democracia liberal ha renunciado desde hace mucho a sostenerse en las virtudes personales de sus ciudadanos. Estas virtudes las ha empaquetado en una bolsa llamada espacio privado (familia, amigos, vida personal) en donde nos podemos tomar las libertades y deslices que se nos antojen, sin mayores consecuencias para el ejercicio de la función pública. Se puede ser desleal con la esposa, con los hijos y eso queda reducido a la vida privada y no pasa nada. Sin embargo, no vemos problema en denunciar la falta de lealtad del político que ha traicionado sus promesas electorales.
La corrupción no es efecto de la falta de controles jurídicos más sólidos. La corrupción es efecto de una causa distinta: la falta de integridad personal sostenible. Es decir, el foco de infección está en el corazón humano y no en los sistemas.
Se equivocó Mandeville (1670-1733) cuando en su “Fábula de las abejas” sostuvo que los vicios privados generan beneficios públicos. Se quedó corto James Buchanan (1919-2013), premio Nobel de economía en 1986, cuando recomendó salvarnos del egoísmo natural de los funcionarios públicos colocando estrictas normas constitucionales que eviten el oportunismo político. La historia reciente de nuestro país nos ha mostrado que los vicios privados (avaricia, vanidad, soberbia, lujuria, pereza…) acarrean males públicos y que, hecha la ley, hecha la trampa. Es la persona la llamada a resistir en el bien, los sistemas jurídicos y administrativos son, a lo sumo, el hábito del monje.
¿Cómo vamos a la causa del problema? ¿Cómo conseguimos la integridad personal sostenible?
Lo conseguiremos fortaleciendo la familia y fomentando una educación básica y superior que no se centre sólo en formar gente exitosa, con afán de tener mucho dinero. La educación ha de tener una cota más profunda: formar en competencias éticas. Reducir la calidad educativa a solo indicadores de eficacia ignorando el componente ético personal, es miopía antropológica que siempre pasa la factura.