Las emociones primarias, señala Giorgio Nardone (Emociones, Herder, 2020), son el miedo, la ira, el placer y el dolor. Con el miedo y el dolor ya tenemos suficiente en estos tiempos. La pandemia de estos casi dos años nos ha llevado a tener las emociones a flor de piel. Tantas veces estamos con los nervios de punta a nivel de “mírame y no me toques”, pues cualquier toquecito puede desencadenarnos un torbellino de emociones desestabilizadoras: hemos llegado a los límites de nuestra resistencia emocional. Sabemos, sin embargo, que hemos de sobreponernos. Razones para seguir adelante y cambiar de ánimo seguro que las hay y muy buenas, más cuando estamos en el fondo del hoyo emocional, de poco sirven.
Quien más, quien menos, ha vivido en primera persona los efectos de la pandemia. Muchos, muchos nos han dejado. A su paso queda sufrimiento y duelo. Aparece el miedo ante esta amenaza que no podemos vencer ni controlar plenamente. Sentimos la vulnerabilidad y esquivamos toparnos con el virus. Ronda el miedo al contagio propio y al de los familiares, amigos, compañeros. El mal objetivo de la enfermedad desencadena, muchas veces, el miedo y sus secuelas: inquietud, zozobra, alteraciones corporales. Un no saber qué hacer. Las explicaciones ayudan, más las emociones no saben mucho de razones. Recuperar la calma toma su tiempo. Qué tranquilidad cuando vuelve el alma al cuerpo.
“Tengo miedo, acompáñeme” es una frase muy recurrida cuando hemos de transitar por calles oscuras y solitarias. Lo mismo se puede decir ante la percepción de un peligro amenazador. Nada tan devastador como la soledad y el desamparo en estas situaciones. Compañía, la necesitamos para afrontar estos trances duros de la vida. Contar con el abrigo del prójimo reconforta, ayuda a recuperar el tono vital. La sola presencia del amigo cumple su oficio. Palabras, las justas; importa más la cercanía y la conciencia de no estar solo. Hay alguien que nos acoge y, asimismo, nos ayuda a poner en su sitio a los temores: no toda sombra es enemiga.
No hay vacuna contra el miedo. En los trances angustiosos de la vida, externos o internos, curtimos el carácter. La vida sigue su curso, nos reclama y aprendernos a crecernos ante las adversidades. De a poquitos, el ánimo crece en fortaleza. Se genera un círculo virtuoso de compañía, ayuda y crecimiento personal. Una mano nos sostiene, a su calor recargamos el ánimo, lo suficiente para ser el soporte fuerte y cariñoso de quienes buscan abrigo en nuestros brazos; la cadena continúa. Un día solicito refugio en tu ciudad amurallada, en otro día tú vienes a mi casa para protegerte de los temores que te acechan.
El calor humano le viene bien al corazón que tirita de miedo. Sin embargo, la experiencia de ahora y la de años, me dice que lo humano no basta para elevarse sobre el temor. Ni los sedantes ni las palabras de ánimo suplen lo que solo el Cielo puede darnos. “¿Por qué te acongojas, alma mía, por qué te me turbas? -pregunta el salmista-. Espera en Dios, que volverás a alabarlo: Salud de mi rostro, Dios mío” (Sal 42, 6). El creyente sabe que su esperanza no será defraudada. Tiene a donde ir. Ahí está el regazo de su Madre, la misericordia del Señor y la comunión de los santos. “¿Qué temes? ¿No soy acaso tu Madre?” le comenta la Guadalupana a San Juan Diego. “No teman, soy Yo” les dice el Señor a sus discípulos en medio de las aguas revueltas de Genesaret. El peligro continúa, pero el corazón temeroso es ahora un corazón valiente, con la fortaleza que le viene del Cielo.
Ilustración “Oración” de Joan Pinardell