Hay una confusión muy frecuente en el gobierno de las organizaciones: pensar que se la está dirigiendo, cuando lo único que se hace es controlarla como quien mira el tablero del auto para comprobar que todo funciona. Con el carro, bien; con una empresa que es una comunidad de personas, es notoriamente insuficiente; incluso, puede ser contraproducente.
Para dirigir una organización hay que comprender, en primer lugar, la naturaleza de su finalidad. En Derecho distinguimos las organizaciones empresariales con fines de lucro, de las organizaciones (asociaciones civiles, fundaciones) sin fines de lucro. La naturaleza de sus fines imprime una dinámica con particularidades propias: no se dirige a una institución sin fines de lucro como si fuera una sociedad anónima. Dejaremos para otro momento la reflexión de este tema. Quiero fijarme, más bien, en la acción directiva que se ejerce en las organizaciones en general.
El buen directivo ha de poseer competencias operativas (saber hacer) y competencias de gobierno (saber obrar). Las primeras son aptitudes productivas propias de los expertos o técnicos medibles en resultados: buenas finanzas, operaciones eficientes, sistemas de control cero errores, buena cartera de clientes, óptima administración de las instalaciones. El experto lo mide todo, detecta dónde están las mermas de la cadena productiva, rediseña las áreas, reduce costos. Es un genio manejando indicadores, sabe optimizar los recursos. Los colaboradores de la empresa son, también, valorados como “recursos”.
Sin técnicos no hay línea azul en la organización, pero ésta no se reduce a ser una máquina de producir soles o dólares. Dirigir una empresa requiere de más competencias, son las propias del gobernante, del directivo que sabe hacer cosas y que toma decisiones prudentes. Su mirada no es unilateral, su visión es holística: ancha, alta y profunda. El gobernante tiene la capacidad de manejar un plexo grande de variables que combinan la viabilidad económica de la empresa cuanto su consistencia interna. Le importa el presente y el futuro de la organización. Sabe que la misión interna (con su gente) como la misión externa (sus clientes) de la empresa se sostienen mutuamente, no puede traicionar a ninguna de ellas en la toma de decisiones.
En tiempos de pandemia como los que ahora vivimos, rodeados de incertidumbre, fragilidad económica y miedos, lo que más necesitamos es gobernantes en la empresa, cuyos expertos estén bajo su mando. La primera palabra de la marcha de la empresa la tiene el técnico, pero la última la debe conservar el gobernante, pues él lleva el pulso real de los entresijos de la organización. El gobernante no sólo oye el agua que gotea y se desperdicia, escucha, asimismo, el latir del corazón de su gente, sus expectativas, sus miedos, sus ilusiones.
Cuando llega la crisis económica, el experto hace bien en decir dónde hay que cortar, pero es el gobernante quien estudiará, prudencialmente, la conveniencia del corte. La palabra del experto es un dictamen, no cabe duda, pero no es una decisión. Esta última le compete al gobernante, quien examinará la pertinencia del consejo y la oportunidad de su ejecución. El gobernante obra en conciencia, los informes de sus expertos ilustran su decisión, le ayudan a deliberar, tomando la decisión que se ajuste mejor a la naturaleza íntima de su organización.
¿Un experto puede ser un gobernante? Sí, siempre y cuando tenga, igualmente, las competencias del gobernante. Los consultores externos suelen ser magníficos expertos, pero ay de la empresa cuyos gobernantes abdican sus competencias de dirección en los dictámenes de los expertos. El experto tiene muy buena ciencia. El gobernante tiene, además, sabiduría. Ciencia y sabiduría son necesarias. Quién solo tiene ciencia es un buen tecnócrata, pero un mal gobernante.
¿De qué le sirve a una organización tener la línea azul de resultados si pierde el alma? Dado que una empresa no es un conglomerado de recursos que hay que optimizar, sino una comunidad de personas, la última palabra la debe tener el gobernante, no el experto.