Hace treinta años, cuando se anunció la captura de Abimael Guzmán, los peruanos tuvimos una indescriptible sensación de alivio. El alma nos volvió al cuerpo y cuantos andábamos con el arma a la mano por haber sufrido atentados terroristas asumimos que era hora de bajar la guardia.
El odio legítimamente acumulado contra el genocida tuvo una recompensa cuando vimos al “cachetón” enjaulado con su traje a rayas. Comprobamos que siempre había sido solo un cobarde psicópata asesino y saludamos con agradecimiento fervoroso el heroísmo del GEIN. Tiempo después los también héroes comandos de Chavín de Huántar derrotaron al MRTA en la residencia japonesa. Y, entonces, volvimos a creer que la paz definitiva había llegado.
Craso error. Nos dedicamos con ahínco a reconstruir materialmente al Perú devastado y sumido en la miseria de décadas de atraso, destrucción, muerte y pérdida de rumbo; pero no prestamos atención debida a reconstruir sobre bases sólidas el sistema democrático y tampoco supimos recrear los elementos sustantivos de patria, nación, estado y memoria.
El afán de recuperación llevó a creer a nuestros dirigentes que era posible mantener la economía próspera separada de la política paupérrima. Tras el fin del autoritarismo de Fujimori (a quien no supimos agradecer oportunamente por la lucha antiterrorista y solo juzgamos por los escándalos montesinistas), dejamos que el mundo de “lo público” discurriera sin mayores controles. Y así, desde Paniagua en adelante el poder nos traicionó: sin que los peruanos lo supiéramos, transó un miserable “acuerdo de paz” con Sendero, liberó a centenares de terroristas, relajó las normas de prevención y punición, permitió que la izquierda de todos los pelajes se infiltrara y tomara el control del Estado.
Los “privados” se dedicaron a la empresa sana, los ultramercantilistas desplegaron enormes redes de corrupción y el pueblo optó por la informalidad dentro de la bonanza. Nadie dio la lucha política fundamental: fortalecer a los partidos democráticos y mantener viva la memoria del horror en las nuevas generaciones.
Tres décadas más tarde Sendero ha tomado el gobierno a través de Castillo en la versión narcoterrorista. Hoy volvemos a sumirnos en la desesperanza y parecería que la muerte de miles de peruanos no sirvió para nada. Por eso es urgente revisar nuestro rumbo, retomar la lucha con decisión y fortalecernos radicalmente bajo un solo objetivo: vengar a los nuestros, exterminar a los asesinos senderistas que todavía pululan y renovar el juramento de ¡Terrorismo nunca más!