Stefan Zweig (1881-1942) y Joseph Roth (1894-1939), dos notables literatos, un testimonio de buena amistad en los dramáticos años de la entre guerra de la primera mitad del S. XX. Su amistad abarca los años que van de 1927 a 1939, año de la muerte de Roth en París. Como señala Heinz Lunzer, “los años en los que ambos mantuvieron correspondencia estuvieron marcados por grandes crisis económicas y políticas. La monarquía austrohúngara, en la que ambos habían nacido, había dejado de existir a finales de la Primera Guerra Mundial”. Los dos, igualmente, “eran representantes y defensores de una cultura europea supranacional”, abierta a la tolerancia “y sintetizadora del Estado imperial austriaco, de su carácter multiétnico, y no menos de su judaísmo”.
Uno y otro fueron conscientes de la deriva totalitaria que amenazaba acabar con el espíritu europeo. Cada un actuó de diverso modo. “Roth se consideraba portavoz combatiente, con muchos prejuicios personales, de la intelectualidad en publicaciones periódicas; mientras que Zweig pretendía ser comprendido sólo mediante su obra literaria, sin hacer manifestaciones públicas sobre los eventos cotidianos” (“Ser amigo mío es funesto”, 2015, 381). Palabras suficientes que pintan cabalmente el talante intelectual de ambos narradores. Zweig, en este aspecto, tenía el alma pacifista de Erasmo y una fe grande en el carácter civilizador de la cultura europea.
Stefan Zweig dedicó varios de sus escritos a resaltar la obra de Roth. Hay reseñas de algunas de las novelas de este último en “Encuentros con libros” (Acantilado, 2020). Igualmente, la oración fúnebre que dedica a Roth en 1939 (“El legado de Europa”, Acantilado, 2019) es de una belleza, delicadeza y finura de espíritu que dice mucho del corazón grande de Zweig al valorar la vida y obra de su amigo. Este texto es como si fuera una semblanza del Roth que escribió “La leyenda del santo bebedor” (Zorro rojo, 2014). Un Roth, noble y frágil, a la vez; hundido en un hoyo existencial del que busca salir. El alcohol, ciertamente, acabó con la vida de Roth. De múltiples formas, Zweig lo exhortaba a que dejara de beber. Le ofreció asumir el costo de un tratamiento de desintoxicación, ayuda que Roth rechazó.
Zweig y Roth se trataban de Usted, lo que no fue obstáculo para que se trabara entre ellos una sólida amistad. La correspondencia epistolar conservada (“Roth & Zweig. Ser amigo mío es funesto. Correspondencia 1927-1938”, Acantilado, 2015) revela los intereses que compartían. Hablan de literatura, del judaísmo, de política y de su vida privada. Salen a la luz sus amores, penas y temores, corriendo de una ciudad a otra, en su huida del avasallador nacional socialismo alemán. Años difíciles, preámbulo de la oscuridad que embargaría a Europa y al mundo en la Segunda Guerra Mundial que Roth no vio y Zweig sufrió.
Soma Morgenstern, otro de los amigos de Roth, señala que el acercamiento de éste al catolicismo fue un asunto superficial. Lamenta, incluso, que le hayan dado un funeral católico (“Huida y fin de Joseph Roth”, Pre-Textos, 2008; 340-344). No es ésta lo opinión de Zweig. Vio en Roth una clara actitud de combatir al Anticristo, de allí que buscara con “toda la pasión de su corazón salvaje y agitado el apoyo de una comunidad combativa. Y lo encontró, o creyó encontrarlo, en el catolicismo y en el legitimismo austríaco. En sus últimos años, nuestro Roth -dice Zweig- fue un católico creyente, practicante y humilde cumplidor de todos los preceptos de esa religión, convirtiéndose en luchador y paladín del grupo pequeño y realmente débil de los leales a los Habsburgo, de los legitimistas” (Zweig, 2019; 276-277).
¿Morgenstern o Zweig? Me quedo con Zweig. “La leyenda del santo bebedor”, el último libro escrito por Roth, me recuerda mucho al “Yo pecador” que rezamos los católicos en la Misa. Un bebedor empedernido en busca de redención. Sabe que tal propósito supera sus fuerzas. Alza al Cielo una petición muda dirigida a los santos implorando su intercesión. La misericordia divina le llega en la figura de Santa Teresita del Niño Jesús, sencillez e inocencia juvenil, caminito de infancia espiritual. Volver a nacer, volver a ser niño, justo lo que añoran las almas curtidas por el trajinar arduo de la vida.