“Recordar algunas verdades fundamentales de la doctrina católica, que en el contexto actual corren el riesgo de ser deformadas o negadas” es parte de la introducción que hace Juan Pablo II en la Encíclica “El esplendor de la verdad”, un documento que no parece esos clásicos escritos de la Iglesia, muchas veces larguísimos y aburridos, a pesar de su contenido, sino una buena secuencia de apuntes para la Vida.
Y en estos tiempos oscuros, de pandemia, violencia, extrema ideologización, discusiones de palabras nuevas para cambiar los términos de siempre, la Verdad parece haberse puesto bajo la mesa, a fin que sea superada por la corrupción, la mentira, el odio, el resentimiento, la ambición y la perversión.
Es difícil entonces hablar de la Verdad, pero vamos darles algunos ejes que Juan Pablo II nos dejó para volver a leer, para volver a la Verdad:
«Los mandamientos no deben ser entendidos como un límite mínimo que no hay que sobrepasar, sino como una senda abierta para un camino moral y espiritual de perfección, cuyo impulso interior es el amor».
«El sentido más profundo de la dignidad de la persona y de su unicidad, así como el respeto debido al camino de la conciencia, es ciertamente una adquisición positiva de la cultura moderna»
«Se ha llegado a exaltar la libertad hasta el extremo de considerarla como un absoluto, que sería la fuente de los valores»; «se ha atribuido a la conciencia individual las prerrogativas de una instancia suprema del juicio moral», hasta llegar a «una concepción radicalmente subjetiva del juicio moral» Tales errores están estrechamente relacionados con «la crisis en torno a la verdad», que lleva a «una ética individualista, para la cual cada uno se encuentra ante su verdad, diversa de la verdad de los demás»
«No se puede negar que el hombre existe siempre en una cultura concreta, pero tampoco se puede negar -precisa la encíclica- que el hombre no se agota en esta misma cultura. Por otra parte, el progreso mismo de las culturas demuestra que en el hombre existe algo que las trasciende. Este “algo” es la naturaleza del hombre: precisamente esta naturaleza es la medida de la cultura y es la condición para que el hombre no sea prisionero de ninguna de sus culturas, sino que defienda su dignidad personal de acuerdo con la verdad profunda de su ser».
Los pronunciamientos de la Iglesia no quitan libertad a los fieles, pues «la libertad de la conciencia no es nunca libertad “con respecto a” la verdad, sino siempre y sólo “en” la verdad». En suma, «la Iglesia se pone sólo y siempre al servicio de la conciencia»
«La moralidad del acto humano depende sobre todo y fundamentalmente del objeto elegido racionalmente por la voluntad deliberada». Por tanto, hay actos «”intrínsecamente malos”: lo son siempre y por sí mismos, es decir, por su objeto, independientemente de las ulteriores intenciones de quien actúa y de las circunstancias». Para tener buena intención es imprescindible querer el bien y evitar el mal, y algunos actos son en sí mismos no ordenables al bien.
«El ámbito espiritual de la esperanza siempre está abierto al hombre, con la ayuda de la gracia divina y con la colaboración de la libertad humana».
Éste es el mensaje alentador de Juan Pablo II: lo mejor siempre es posible.