Hay imágenes que no se borran. El canto de la tradicional antífona In Paradisum resonaba sobre la Plaza de San Pedro, cuando la Iglesia rezaba por el alma del Papa Francisco en el funeral del papa argentino el 26 de abril.
El largo cortejo de cardenales vestidos de rojo seguía en silencio, con el peso de los siglos sobre sus hombros; la procesión solemne de los 133 cardenales electores, yendo lentamente de la Capilla Paulina hacia la Capilla Sixtina, mientras se cantaba el himno Veni Creator Spiritus, invocando el Espíritu Santo cuando el Cónclave estaba por comenzar, el 7 de mayo.
Entonces, después de la orden en latín “Extra omnes” (Todos afuera), las grandes puertas de bronce de la icónica Capilla Sixtina se cerraron, aislando al mundo. Todos esos momentos cautivaron a fieles y no fieles en todo el mundo, despertando una admiración renovada por la belleza inherente al catolicismo.
Antídoto para la contingencia humana
Publicaciones y comentarios proliferaron en la red social X y en Instagram, prestando homenaje al espectáculo generado por las tradiciones seculares de la Iglesia. Un número creciente de voces hacía reivindicaciones más osadas.
“La estética católica es bella, porque la religión es verdadera”, dijo una cuenta en la red social X – una frase que repercutió más allá de los círculos católicos habituales. En un ecosistema online saturado de gratificaciones inmediatas y modismos pasajeros, la idea de que la belleza puede significar una verdad inmutable parece no solo vigorizante, sino silenciosamente revolucionaria.
En el núcleo de esa fascinación renovada está el instinto de que la belleza católica no es meramente accidental o decorativa, sino objetivamente reveladora. Ese movimiento reciente online no es impulsado por autoridades eclesiásticas, sino por figuras de base, como Julia James Davis, creadora de War on Beauty, cuya presencia en YouTube, en X y en Instagram se convirtió en un punto de convergencia hacia esa sensibilidad.
Davis dice que el abandono de la belleza por la cultura moderna –en la arquitectura, en el arte, en el vestuario y hasta en las costumbres– refleja un rechazo más profundo de la propia verdad. El catolicismo, por el contrario, guarda una forma de belleza aún ordenada, trascendente y abiertamente vuelta hacia el alma.
La crítica de Davis resuena con las generaciones más jóvenes que navegan por un paisaje cultural de minimalismo estéril y utilitarismo agresivo. Para ellas, la visión de altares a la luz de las velas, canto gregoriano e iconografía sofisticada son sinónimos de trascendencia y ofrecen un camino privilegiado hacia Dios.
Otras tendencias recientes confirmaron ese fenómeno social, comenzando por el suceso extraordinario de la tradicional peregrinación de París a Chartres, que tiene que rechazar millares de inscripciones todos los años debido al gran número de fieles.
En Francia, cerca de 10 mil adultos –un número récord– fueron bautizados en la Pascua de este año, un aumento de 45% en relación con el año anterior. En el Reino Unido y en Bélgica, aumentos semejantes se están registrando. Y en los tres países, así como en los EE.UU., los nuevos convertidos más comunes no son de edad mediana o ancianos, sino jóvenes adultos en la franja de los 20 años. En sus testimonios, repetidamente, la belleza es mencionada: la belleza de la liturgia, de la música sacra, de los ritos antiguos.
Genio católico
Esa intuición –de que la belleza habla de la verdad– no es nueva.
Después de la Revolución Francesa, hace dos siglos, el escritor francés François-René de Chateaubriand, en su obra maestra El Genio del Cristianismo, formuló lo que muchas personas online están descubriendo ahora instintivamente. En una época en que el iluminismo había reducido la religión a principios éticos, Chateaubriand veía la belleza como la forma más completa de apologética para reafirmar la realidad de la Encarnación. La veracidad de una religión, dijo él, se juzga por la belleza que ella disemina y por la sofisticación de sus dogmas, áreas en las cuales el cristianismo se destacó como ningún otro a lo largo de los siglos. Se debe mirar, dice él, no solo hacia los santos y teólogos, sino también la herencia material que la fe produjo.
“Apegados a los pasos de la religión cristiana”, escribió él sobre las artes, “ellos la reconocieron como su madre tan pronto ella apareció en el mundo… La música registró sus cantos, la pintura representó sus tristezas, la escultura soñó con ella al lado de los sepulcros, y la arquitectura le construyó templos tan sublimes y misteriosos cuanto su pensamiento”.
Para Chateaubriand, la belleza no era opcional, sino esencial. La música, por ejemplo, no servía solo para proporcionar placer, sino para purificar el alma y elevarla a la virtud.
“La música más bella”, dice él, “es aquella que imita más perfectamente lo bello”. Cuando la religión se apodera de la música, dice Chateaubriand, ella combina dos condiciones indispensables para la armonía: belleza y misterio.
Pero en ningún otro lugar eso es más impresionante que en la arquitectura. Para Chateabriand, el templo cristiano –especialmente en su forma gótica– es la personificación de la presencia divina.