Después de mucho tiempo leo un texto sobre la metafísica. Se trata de “La belleza de la metafísica” de Jean Grondin (Herder, 2021), filósofo canadiense de pluma amable y pensamiento sugerente, de los que escriben sobre “cosas de fundamento” como diría el Martín Fierro de José Hernández. El tono del libro me recuerda aquel otro de Tomás Melendo, “Metafísica de lo concreto”: profundidad de lo cotidiano y belleza poética de la realidad.
Grondin inicia su libro con una preciosa cita de Ana Frank: “no pienso en la miseria que hay, sino en la belleza que aún queda”. El optimismo de Frank le lleva por mucho la delantera al personaje de la película “Finch” (2021) interpretada por Tom Hanks. El mundo de Finch es una inhóspita “tierra desolada”, después de una catástrofe solar. Solo quedan escombros, un perro fiel y un robot que suple la solidaridad, cuidado y cariño que han desaparecido de la faz de la tierra. Miseria, desolación, corrupción la conocemos y la sufrimos. Grondin ha dedicado su libro a mostrar la belleza que asoma de las entrañas de la realidad sin negar los horrores que vemos y estamos llamados a corregir con la paciencia del jardinero. El mal no tiene la ultima palabra, aun cuando haga tanto ruido y asuste.
“La primera idea conductora de la metafísica -dice Grondin- es que existe cierto orden o sentido de las cosas (en el sentido subjetivo del genitivo: ese sentido es el de las propias cosas) que resplandece en lo sensible”. Esta idea es muy luminosa. El sentido de las cosas no es inescrutable, imposible de conocer. Y aunque tampoco se nos muestra a la primera, sí nos es asequible su resplandor en la realidad que tocamos en sus múltiples tonos, aromas, texturas. De ahí que “la metafísica considera que es más conforme al orden de las razones pensar que una huella inteligente en la naturaleza ha de ser el rastro de una inteligencia superior y que una obra maestra de finalidad no puede ser tan solo el resultado del choque de los átomos”. De esta manera, el pilar ontológico (el mundo posee algún sentido) lleva al pilar teológico (el sentido del mundo remite a un principio último).
Estos dos pilares llevan a un tercero que Grondin denomina “el pilar antropológico”, es decir, la convicción de que el ser humano “puede mediante la razón comprender algo del mundo y atribuirle un significado”. Es decir, no sólo la realidad es y está, sino que también se deja conocer. “La inteligibilidad del mundo -continúa diciendo nuestro autor- no es una construcción del espíritu humano. Es un don de la realidad, una donación según Jean-Luc Marion, que nunca cesamos de descubrir, de suponer y de buscar”. La realidad se muestra pudorosamente y el ser humano se vuelca en un esfuerzo de comprensión continua. Es más bien la verdad la que nos atrapa, atisbamos algo de ella, nos gozamos de sus hallazgos y vuelta a buscar, en un afán de oír los latidos más íntimos del ser.
Conviene recordar, afirma Grondin, que para una perspectiva metafísica “son las cosas mismas las que son bellas y lo son porque muestran constancia, simetría y una cierta inteligencia en su disposición. En contra de un prejuicio muy arraigado, casi siempre es posible entenderse respecto a lo que es bello y lo que no lo es. Porque lo bello, decía Platón, resplandece a partir de sí mismo. De modo que lo bello es ante todo una cualidad de las cosas que podemos percibir con todos nuestros sentidos y siempre con nuestra inteligencia. Para la metafísica, por tanto, la belleza siempre es más que una cuestión estética. No depende solamente de la apariencia bella de las cosas. La apariencia bella es una parte, sin duda, pero las cosas tienen una apariencia bella porque esta brota de su finalidad intrínseca, que las convierte en manifestaciones del Bien”. Llegamos con esta ultima reflexión a lo que constituye el núcleo ontológico, el más radical de la realidad, en la que anidan el ser, la verdad, el bien y la belleza, en un ir y venir entrelazado.
Un aporte modesto, pero nada despreciable el que nos recuerda Grondin, pues la metafísica “al descubrir la belleza de las cosas y al reconocer una cierta dignidad a lo humano, nos proporciona razones para vivir, ser y esperar. (…) Y es que la vida humana tiene sentido porque el orden del mundo, que resplandece de belleza, lo tiene, y también lo tiene la razón humana, ya que está guiada por una esperanza de sentido constante, aunque inquieta”. Sí, aún queda mucha belleza en nuestro mundo, a pesar de que tantas veces lo afeemos.