Si las redes sociales, en particular Twitter y Facebook, así como los programas de televisión de los domingos, se constituyen en el reflejo de la expresión de los sentimientos de la ciudadanía, vamos de miseria a suicidio, porque tomamos como referentes de opinión popular a las fotografías veladas del momento.
No es posible que la fuente de algunos medios de comunicación sea hoy en día “lo que dicen en las redes” y también “la encuesta on-line del canal de TV”. Así no se construye una mejor Democracia, así se castigan las libertades.
Hay que decirlo. El Congreso de la República es –históricamente-, un mal lugar para pedir que la gente se sienta feliz, satisfecha o conforme por su trabajo (hagámonos la idea que trabajan). Del mismo modo, el gobierno (el poder ejecutivo), es tradicionalmente un pésimo ejemplo para decirle a los ciudadanos y sus familias que deben sentirse complacidos, reconocidos y seguros por el desempeño de un presidente y sus múltiples enchufes de cortocircuitos o ministros de frustraciones y fracasos.
Hemos caído en la cuenta deudora de la infelicidad y no tenemos nada que nos sirva para cancelar esa dolorosa realidad que suma como intereses la corrupción, la impunidad y más agentes del delito.
El Congreso no es el gobierno, es peor. El gobierno no es el Congreso, es mucho peor. Esa es la realidad sin encuestas on-line y sin leer las redes sociales. Pero los periodistas de hoy en día, no saben hacer periodismo sino militancia por sus medios, por sus pasiones políticas y por la quincena que viene escondida detrás de los impuestos.
Ya no es usual ver, leer o escuchar a un periodista haciendo de su profesión un trabajo digno de elogio, al contrario. El periodismo es algo así como la continuidad de la política y la garantía de la corrupción. Esa es la imagen negativa que se ha formado en la opinión pública y aunque existen excepciones, como en todo en la vida existen excepciones, no son suficientes para devolver la limpieza y la luz a una profesión que fue brillante y hoy es claudicante.
Vivimos en la competencia de los desprestigios. Un canal que habla mal del otro canal, un periódico que señala ofensivamente a otro periódico, una radio que se inclina al poder, más que otra radio también inclinada al poder.
Todos en odios, todos en agresiones por lo bajo, pero cobrando por encima de la verdad. Y en la cima de esos menesteres competitivos, el Congreso se autoflagela porque pareciera querer tener el repudio total, al dividirse la dividida oposición. La escena final sigue abierta: necesitas ser un sinvergüenza para estar metido en política y necesitas ser un imbécil para -estando allí-, querer repetir el plato.