Si se piensa cómo han evolucionado los modales en el curso del tiempo, o cómo cambian de región en región, sería fácil deducir que se trata de algo puramente convencional, que se puede modificar o incluso trasgredir a placer.
Y, sin embargo, parece que lo fundamental, en términos de cortesía, se mantiene: todos hemos oído frases como: “por su comportamiento, se nota que es de buena familia” o “¡qué niño más educado!”, y si las han dicho de nosotros probablemente nos hemos sentido halagados.
Las virtudes humanas, que son el fundamento de las sobrenaturales, están en la base de los usos y costumbres de los pueblos, de lo que normalmente se entiende como urbanidad o educación.
Quizá no se pueda decir que la afabilidad, la condición de quien es agradable en el trato y la conversación, sea la virtud más importante. Pero genera un sentimiento de empatía, de cordialidad, de comprensión, que es difícil de explicar o de suplir de otros modos.
La urbanidad nos muestra algo sin lo cual no se puede habitar en sociedad, nos enseña a ser humanos, civiles. La cortesía, la afabilidad, la urbanidad, y sus afines, son hermanas pequeñas de otras virtudes más grandes. Pero su particularidad reside en que sin ellas la convivencia se haría ingrata. Es más, en la práctica, una persona grosera y descortés a duras penas podrá vivir la caridad.
Nos ha podido pasar, en algún momento de la vida, que ante una conducta o una actuación poco correcta por nuestra parte se nos ocurra: “¿qué habrán pensado de mí?, ¿por qué hice yo eso?, o ¡qué mal he quedado!”.
El Evangelio nos ha dejado una página que describe dos actitudes enfrentadas, la de un “biempensante” de la época, y la de una pecadora[1]. Simón, el fariseo, ha organizado una comida acorde con la categoría del invitado, alguien a quien tienen por un profeta. Seguramente ha discurrido cómo distribuir a los comensales, la atención del servicio, los platos que ofrecería y los temas de conversación que le gustaría proponer al Maestro. Había que quedar bien, ante la sociedad que contaba y ante el huésped principal. Pero se olvida de algunos detalles que el Señor ha echado de menos.
¿Ves a esta mujer? Entré en tu casa y no me diste agua para los pies. Ella en cambio me ha bañado los pies con sus lágrimas y me los ha enjugado con sus cabellos. No me diste el beso. Pero ella, desde que entré no ha dejado de besar mis pies. No has ungido mi cabeza con aceite. Ella en cambio ha ungido mis pies con perfume[2].
A primera vista, podrían parecer pequeñeces insignificantes. Sin embargo, Jesús, perfecto Dios y hombre perfecto, nota su falta. San Josemaría, que ha contemplado con gran hondura la realidad de la encarnación del Hijo de Dios, que se manifiesta también en gestos que a unos ojos desamorados podrían pasar desapercibidos, comenta a propósito de este pasaje: Jesucristo trae la salvación, y no la destrucción de la naturaleza; y aprendemos de Él que no es cristiano comportarse mal con el hombre, criatura de Dios, hecho a su imagen y semejanza (cfr. Gn 1, 26)[3].
Encontramos aquí enseñanzas para quien desea santificar y santificarse en las distintas veredas del mundo. Máxime, cuando la misma naturaleza humana, con sus disposiciones y facultades, ha sido elevada por el Señor.
No hay nada, por pequeño o anodino que parezca, que no se pueda llevar a Dios: tanto si coméis, como si bebéis, o hacéis cualquier otra cosa, hacedlo todo para gloria de Dios[4]. Todas las actividades honradas ya han sido redimidas, de modo que todas, realizadas en unión con Él, pueden ser corredentoras.
Las virtudes son personales, de la persona; pero es fácil constatar que la persona no es una “pieza aislada”; vivimos en relación con el mundo, coexistimos con otros: somos independientes y a la vez dependemos de los demás: nos ayudamos o nos perjudicamos. Todos somos eslabones de una misma cadena[5].
Las virtudes poseen también este carácter social. No son para el lucimiento personal, para fomentar el egoísmo, sino, en definitiva, para los demás. ¿Por qué nos sentimos tan a gusto con algunos, y quizá menos con otros? Probablemente, porque aquel nos escucha, vemos que nos comprende, no muestra prisa, da serenidad, no se impone, sugiere, respeta, es discreto, pregunta lo justo.
Quien sabe convivir, congeniar, compartir, ofrecer, acoger, dar paz, está en camino de ser verdaderamente virtuoso. Jesús nos enseña que, si faltan algunas condiciones, la buena convivencia se deteriora. El civismo es quizá la mejor forma de presentación. Y las que podríamos llamar virtudes del trato constituyen el presupuesto y la base donde engarzar la joya de la caridad.
Las virtudes de la mesa
Es muy frecuente, y cada vez se extiende a más estratos de la sociedad, el que tanto el padre como la madre trabajen fuera del hogar. Son necesarios los dos sueldos para mantener la economía doméstica. Las dificultades que imponen horarios y distancias para que coincida la familia al completo resultan con frecuencia notables, especialmente en las grandes ciudades. Y, ¡menos mal! –pensarán muchas madres–, que los niños pueden almorzar en la escuela.
No es que antes, cuando era más fácil comer en familia, esas reuniones fueran la gloria: pues a veces los chicos se peleaban o protestaban por lo que se les servía, y los padres los reñían… Más o menos, como ahora: las situaciones, en el fondo, han cambiado poco; pero se trata, hoy como ayer, de aprovechar las oportunidades que nos ofrece la vida, y entrenarse en convertir los contratiempos en ocasiones formativas.
¿Cuántas veces hemos pensado en transformar, por ejemplo, las cenas de cada día o las comidas de los fines de semana en reuniones familiares? Hay ya estudios donde chicos y chicas señalan “comer en familia” como la actividad más importante para ellos.
Estar con las personas que nos quieren, compartir, ser comprendidos son modos de socializar, de aprender a darse a los otros. Mejora las relaciones entre los miembros de la familia, proporciona a los padres momentos informales para conocer mejor a sus hijos y anticiparse a posibles dificultades.
Cuántos detalles de educación sobre los que incidir: “te agradezco mucho que vayas a por sal”. “¿Te has lavado las manos antes de sentarte a la mesa?”. “Ponte derecho, y no cruces las piernas cuando comes”. “¿Puedes ayudar a tu hermano a preparar (o a quitar) la mesa”. “El pan no se tira”. “Agarra bien el tenedor”. “Corta la carne en trozos pequeños, y no hables con la boca llena”. “Hay que comer no solo con el estómago, sino con la cabeza, y se come todo lo que uno se ha servido, guste o no guste”. “La sopa a la boca, no la boca al plato”. “Límpiate antes de beber, y no hagas ruido”. “No bebas con el codo apoyado en la mesa”.
Algunos son avisos que cambian según los lugares, otros –bastantes– son más universales. Quizá parezcan negativos –aunque no hará falta decirlos todos, ni continuamente–, pero vistos como afirmaciones hablan de la consideración que hemos de tener por los demás; cosas pequeñas que revelan corrección, cortesía, higiene; muestras de solicitud sobre aspectos que tal vez por inadvertencia podrían molestar a alguno.
En las comidas, se pueden aprender cosas elementales como cuánto es razonable que me sirva, teniendo en cuenta que hay otros comensales; o a no comer fuera de horas, y así apreciar mejor lo que me dan. Por otra parte, comer juntos no es solo un hecho social. También es cultura en el sentido más noble y riguroso del término.
La cultura, como muchos autores han puesto de manifiesto, está relacionada con el culto. Dar el culto debido a Dios es parte de la naturaleza humana, que también se hace cultura en forma de ritos e instituciones. ¡Qué modo más estupendo de dar al Señor toda su gloria, si el “rito” de la comida es precedido por una oración!; si invocamos la bendición de Dios sobre la familia y los dones que estamos por recibir; si agradecemos al Señor el pan que se nos ofrece cada día, y rezamos por quien lo ha preparado, y por quien vive en la indigencia.
Bendecir la mesa es una costumbre que ayuda a interiorizar el hecho de que Dios está de continuo a nuestro lado, a dar gracias por lo que recibimos, y a respetar a los demás en la convivencia cotidiana.
Mantener el buen tono
En torno a la mesa y en tertulias familiares, se prepara a los hijos para la vida en sociedad. Cada vez es más claro que el lema del “todo vale” no se ajusta a la realidad. Una persona a la que molesta cualquier cosa o que discute todo, resulta un compañero de trabajo complicado.
Uno que no se presenta bien cuando ha de atender al público, demuestra poca estima de sí mismo y por los otros, y no comunica una gran confianza, al menos a primera vista. Expresarse con corrección, saber intervenir en una conversación o esperar el turno, aprender a presentarse con decoro, en el vestido y en el adorno, son aspectos de la vida en sociedad.
Más que la moda, lo que nos aleja de la vulgaridad es el estilo. Tener estilo, tener clase se caracteriza por la sobriedad y el equilibrio, por la capacidad de conciliar extremos y contrastes; y menos, por ir a la moda.
El estilo forma parte de nuestra personalidad. Es importante, por ejemplo, aprender a vestir conforme a la ocasión. La pulcritud no consiste tanto en tener un vestuario caro o de marca, cuanto en llevar la ropa limpia y planchada.
Y esto los niños lo cultivan en el hogar, viendo cómo sus padres actúan en todo momento con elegancia y discreción. No es lo mismo asistir a una cena de gala que estar con los amigos, o en la intimidad de la familia; no es lo mismo pasearse de cualquier modo por los pasillos de la casa, que ponerse una bata nada más levantarse de la cama.
También las reuniones familiares –y entre estas, las comidas– permiten a los hijos contar sus pequeñas aventuras en el colegio; y, a los padres, hacer un comentario oportuno, o dar un criterio sobre un determinado comportamiento. Son ocasiones para poner en común aficiones, para ilusionarse por los paseos en la montaña o por la historia, o para introducir a los hijos en el fascinante arte de la narración.
Podemos programar excursiones y visitas artísticas; y desvelar, poco a poco, aspectos de las tradiciones familiares y religiosas, o patrióticas, o culturales. Los niños aprenden a hablar sin levantar la voz ni gritar y, más importante, se ejercitan en escuchar, y se acostumbran a no interrumpir el hilo de las conversaciones, a no imponer sus puntos de vista ni sus exigencias.
En familia, con pequeños detalles nos cuidamos unos a otros. Nadie se presenta mal vestido, ni come sin un mínimo de compostura. Las madres, sobre todo, piensan en una comida que le gusta a quien celebra un aniversario. Cada cual se pasa la fuente, y está pendiente de lo que necesitan los demás. Uno ofrece el pan o el agua a otro antes de servirse. Se dan las gracias, pues el agradecimiento fomenta la concordia, y la concordia la alegría y la sonrisa.
Después de una buena comida en familia somos más felices: no solo con la alegría fisiológica de animal sano[6], sino porque hemos compartido con los que más queremos nuestra intimidad; nos hemos enriquecido moralmente, personalmente.
Los comportamientos de los que se ha hablado ayudan a formar nuestra interioridad. A orientarse cara a Dios y cara a los demás. La mujer y el hombre maduros están anclados en la realidad, por eso se contentan con lo que tienen y lo disfrutan a fondo. Han aprendido a respetarse a sí mismos, a ser señores de su alma y de su cuerpo. Se conducen con naturalidad, prudencia y medida en toda situación. Perseveran confiadamente –en la amistad, en su trabajo, en los objetivos que se han fijado–, porque más que de recibir son capaces de dar. Han aprendido a ser generosos, y salen cada mañana como el sol, que exultavit ut gigas ad currendam viam –alegres como un héroe, a recorrer su camino[7], con un humor benéfico, que dignifica cuanto toca.
J.M. Martín (2012) publicado originalmente el 16/05/2013 en OpusDei.org Familia
[1] Cfr. Lc 7, 36-ss.
[2] Lc 7, 44-46.
[3] San Josemaría, Amigos de Dios, n. 73.
[4] 1 Co 10, 31.
[5] San Josemaría, Amigos de Dios, n. 76.
[6] Cfr. San Josemaría, Camino, n. 659.
[7] Ps 19, 6.
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