Libros hablando de la mala salud de hierro de la democracia se siguen escribiendo. David Runciman, profesor de política en Cambridge, entrega uno más: “Así termina la democracia” (Paidos, 2019). El diagnóstico de los males que aquejan a la actual democracia es más o menos parecido a lo que suelen reseñar los politólogos cuando le toman el pulso a la democracia. No se trata de destruir el mundo para salvar a la democracia, pero considera el autor que, de las tres alternativas en pugna (el autoritarismo pragmático, la epistocracia y la tecnología digital) ninguna de ellas “está a la altura de la democracia que tenemos, incluso en el lamentable estado actual de la misma. Siguen siendo tentaciones, más que alternativas”.
Por ejemplo, aunque la revolución tecnológica digital da voz a quien no lo ha tenido, sin embargo, la ira de las redes y la fragmentación de los públicos, tantas veces, impiden el diálogo social. Así, “Twitter no es una vía factible de hacer política. A lo sumo, ofrece una pobre imitación de la democracia, una imitación en la que el pueblo puede dar rienda suelta a sus frustraciones sin necesidad de afrontar las consecuencias. (…). Esta burda demagogia comparte algunas características con la democracia directa del pasado, pero sin sus elementos redentores. La masa no tiene miedo cuando se la provoca y tampoco muestra misericordia”.
De otro lado, la ausencia de buenos políticos es también notoria. Señala Runciman que “Weber creía que una de las funciones de la maquinaria del partido era separar a los verdaderos políticos de los funcionarios. Un líder político auténtico era aquel que se elevaba por encima de la rutina de la política cotidiana para ofrecer una idea de futuro ilusionante. Todos los demás eran personas que apenas si se distinguían del fondo general. Ahora, sin embargo, los funcionarios y los líderes son más difíciles de diferenciar que nunca. La mayoría de los políticos profesionales no ha trabajado nunca de ninguna otra cosa. No se elevan por encima del aparato, sino que ascienden a través de él”. En nuestro país tenemos de todo, salvada algunas excepciones. Partidos políticos desarticulados, líderes improvisados y una fragmentación del electorado muy grande. Pensar que deberíamos tener dos o tres partidos políticos fuertes no es arreglar nada.
Lo que tenemos ahora son fragmentos de electorado, redes sociales dispersas, elecciones no exentas de sospecha, gobernantes improvisados, pugna de poderes. Quejarse de estos males no devuelve la paz y prosperidad social que deseamos. Como dice el autor, “a ver qué construimos con todo esto”. Ya nos gustaría tener contentos a todos, de tal modo “que deberíamos admitir que la mejor sociedad sería aquella en la que seres humanos de muy diferentes tipos puedan encontrar cada uno su propio modo de vivir”. Una utopía difícil de cumplir, pero para cuyo reto la democracia está mejor equipada en la medida en que consiga mantener el discurso abierto y las puertas para todos, ajustándonos continuamente y con la esperanza de que al fondo hay sitio para no quedarnos varados en el paradero del bus.
Una democracia golpeada, adolorida, con una mala salud de hierro, resistente al ardor de sus apasionados pretendientes, en gran parte porque la sociedad cuenta con instituciones perfiladas por el Estado de Derecho al que conviene proteger. Una democracia, por cierto, que no le quite oxígeno a la sociedad peruana. Con miedo e incertidumbre difícilmente se camina.