La veracidad es una virtud y, por tanto, una disposición habitual de la persona por la que ésta manifiesta la verdad del mundo exterior o de su mundo interior, de tal manera que sus palabras expresan la realidad observada. A su vez, la verdad -lo señala la RAE- es la “conformidad de las cosas con el concepto que de ellas forma la mente”. La veracidad es de particular importancia para quien hace uso de la palabra en el espacio público: profesor, político, periodista y toda persona que ejerce, en los diversos medios de comunicación, el derecho humano a la información del que es titular universal.
Veraz es la persona que tiene en su patrimonio moral la virtud de la veracidad. Los medios de comunicación, en sus diversas modalidades (mass media, redes, plataformas digitales), gozan de credibilidad en la medida en que sus actores manifiesten la verdad. El público -cada uno de nosotros- tiene el derecho a recibir información veraz lo que aumenta la responsabilidad del sujeto profesional (periodista, influencer) o del ocasional (los usuarios de las redes). A ellos les asiste el derecho de expresarse, investigar y publicar sus pesquisas u opiniones, pero, asimismo, tienen el deber de comunicarlo verazmente. Una verdad escurridiza, asfixiada en tantas ocasiones, por las prácticas de seleccionar, silenciar, realzar o falsear la realidad.
La libertad de expresión y de opinión lleva consigo el deber de respetar la verdad de los mensajes que colocamos en el espacio público. Cuando falta esta veneración a la verdad, es muy fácil que se deslicen corruptelas en la forma de expresar los contenidos de las noticias y/o opiniones. La pasión desmedida se alza por encima de la cortesía, la amabilidad, las buenas maneras, perdiéndose aquel buen consejo de la sabiduría popular: “lo cortés no quita lo valiente”. Esta corruptela, de modo particular, se aprecia en algunas redes sociales repletas de posts, escasos de contenidos y razones y tan llenos de ofensas, ultrajes e injurias. Se genera una espiral de violencia informativa: al agravio se responde con más agravio, las medias verdades se combaten con otras verdades a medias, etc. Una situación en la que todos pierden: polarización de la opinión pública, desconfianza, ánimos crispados, sospecha mutua.
Buscar la verdad, expresar la verdad es una función esencial para los comunicadores. Tarea ardua rodeada de obstáculos del entorno y de la propia consistencia personal. Cada acto informativo tiene vocación de servir a la verdad, pero sabemos que -en menor o mayor medida- se mezclan los sesgos del carácter, los intereses confesados u ocultos, las simpatías, las antipatías, las cosmovisiones del agente con sus genios y demonios. No añoro un acto puro de información, limpio de polvo y paja, como tampoco se me da por pensar en una teoría pura del derecho. Pero, en honor a la verdad y a la búsqueda de la concordia social, conviene esforzarse por reducir el ruido dañino que entorpece la calidad de los mensajes informativos.
Dice al respecto Chesterton (Para ser un buen periodista. CEU Ediciones, 2021): “Puedo llegar a comprender que no se informe nada sobre alguna causa, pero no puedo entender que se informe ampliamente sobre algo sin decir nada (p. 38)”. El ciberespacio está sembrado de un sinfín de noticias y opiniones sobre múltiples temas. Cada ciudadano tiene el derecho de intervenir en el debate público. Como en cualquier actividad humana el trigo y la cizaña conviven en el diálogo social. Hay debates en los que la verdad se ilumina, también los hay en los se vierte toda clase de informaciones y no se dice nada. Los mensajes tóxicos deterioran la convivencia social. Necesitamos, más bien, una cultura del encuentro, para cuyo fin la virtud de la veracidad crea confianza, ingrediente esencial del capital social de una comunidad.