Según el Departamento de Estado (DOS), la política exterior estadounidense se basa oficialmente sobre el pilar de los derechos humanos. Este noble y sublime objetivo ha llevado a Estados Unidos a promover la “democracia” en la escena mundial, a pesar de que Estados Unidos tiene una forma de gobierno estrictamente republicana. Como afirma el sitio web del DOS:
“Las naciones gobernadas democráticamente tienen más probabilidades de asegurar la paz, disuadir la agresión, expandir los mercados abiertos, promover el desarrollo económico, proteger a los ciudadanos estadounidenses, combatir el terrorismo y la delincuencia internacionales, defender los derechos humanos y de los trabajadores, evitar las crisis humanitarias y los flujos de refugiados, mejorar el medio ambiente mundial y proteger la salud humana”.
Para muchos, rebatir esta afirmación de los hechos por parte del DOS podría parecer inútil. Por otra parte, todos los países que hoy se consideran democracias modernas son, de hecho, repúblicas.
En una democracia, el pueblo gobierna directamente sin limitar la voluntad de la mayoría. En una república, el pueblo gobierna indirectamente a través de sus representantes elegidos. A menudo, en una república se imponen límites estrictos a los poderes del gobierno para impedir que se infrinjan las libertades individuales de sus ciudadanos.
La anterior afirmación del DOS sería más fiel a la realidad y a los principios de Estados Unidos si se sustituyera “naciones gobernadas democráticamente” por “repúblicas gobernadas liberalmente”. La exaltación equívoca de la democracia por parte del DOS delata una peligrosa ignorancia de los principios más fundamentales de la gobernanza estadounidense. La palabra democracia no aparece ni una sola vez en la Constitución ni en la Declaración de Independencia estadounidense.
Estados Unidos es una república: anteponiendo las libertades individuales y los derechos naturales a una tiranía de la mayoría. El gobierno republicano es lo que Estados Unidos debe promover en el extranjero, mas no la democracia.
Estados Unidos, por diseño intencional, no es una democracia. Temiendo que la voluntad incontrolada de la mayoría fuera una forma de tiranía y una amenaza existencial para la libertad individual, los Padres Fundadores dejaron claro que Estados Unidos nunca debería convertirse en una democracia. La Constitución se promulgó para limitar los poderes del gobierno. El Artículo IV, Sección 4, establece claramente: “Los Estados Unidos garantizarán a todos los Estados de esta Unión una forma republicana de gobierno” [el énfasis es mío].
Es un craso error que Estados Unidos promueva ante el mundo una forma de gobierno que los fundadores rechazaron específicamente para la unión y para cada uno de sus Estados miembros presentes y futuros.
Considere las siguientes afirmaciones:
- Thomas Jefferson: “Un despotismo electivo no era el gobierno por el que luchamos” (1782).
- James Madison: “Las democracias siempre han sido espectáculos de turbulencia y contención; siempre han sido incompatibles con la seguridad personal o los derechos de propiedad; y, en general, han sido tan cortas en sus vidas como violentas en sus muertes” (1787).
- John Adams: “Recuerda, la democracia nunca dura mucho. Pronto se gasta, se agota y se asesina a sí misma. Nunca hubo una democracia que no se suicidara” (1814).
El error estadounidense de sustituir el término republicanismo por democracia ha tenido consecuencias negativas. Las métricas internacionales hacen ahora referencia a la existencia y calidad de las democracias en el mundo según el Índice de la Democracia, la lista de democracias electorales de Freedom House y los informes de Varieties of Democracy. Raramente las organizaciones internacionales que supuestamente monitorean la libertad emplean el término república en el mismo marco de importancia que democracia. Se trata de un franco error, plagado de prejuicios hipócritas contra los gobiernos e iniciativas políticas conservadores y republicanos.
Como lo ha señalado Richard Hanania, estas organizaciones internacionales se posicionan como vigilantes y calificadoras de la democracia. Sin embargo, habitualmente califican de antidemocráticas las iniciativas legislativas en otros países, incluso cuando gozan de la aprobación popular.
Una cosa es clasificar un régimen político como “democracia electoral” según definiciones probadas a lo largo del tiempo. Otra muy distinta es clasificar la calidad de dichas democracias basándose en los sesgos cargados de preferencias de quienes hacen la puntuación, que es lo que hacen habitualmente los autodenominados vigilantes de la democracia. Para ellos, una democracia de alta calidad es aquella en la que las prioridades progresistas monopolizan el discurso y el espacio público. A menudo se tacha a un país de rezagado democrático cuando no avanza en sus políticas progresistas.
A pesar de la semántica y los sesgos, un mundo dominado por repúblicas constitucionales que comercian entre sí estaría más alineado con los intereses nacionales de Estados Unidos que un mundo hostil a la libertad individual. En este sentido, la promoción de un régimen mundial liberal (un orden internacional basado en normas) conviene y beneficia a Estados Unidos, a sus aliados y al mundo en general.
Con su poder duro menguando, Estados Unidos usualmente actúa donde puede, no siempre donde y como debería. Esto tiene sentido, ya que los grandes rivales ven a Estados Unidos en declive absoluto y relativo. En 1960, Estados Unidos representaba el 40% del PIB mundial e invertía el 9% de su PIB en gasto militar. Hoy, Estados Unidos representa menos del 25% del PIB mundial y su gasto militar ronda el 3,5% del PIB. Mientras tanto, el pago de los intereses de la deuda estadounidense pronto superará el gasto militar anual.
Las cifras actuales siguen siendo impresionantes, pero no invocan un hegemón mundial que mande. Estados Unidos necesita todos los aliados que pueda conservar en todas las regiones del mundo, y sobre todo en Centroamérica.
Centroamérica —con acceso marítimo a los puertos estadounidenses del Atlántico, el Golfo y el Pacífico, y acceso terrestre directo para los inmigrantes ilegales a las entrañas de Estados Unidos— es cada vez más importante para la seguridad nacional estadounidense. Desgraciadamente, Estados Unidos está perdiendo a Centroamérica. Nicaragua está aliada cercanamente con China y Rusia; El Salvador mantiene acercamientos con China; y el gobierno socialista de Honduras también se inclina hacia China. Incluso el favorito democrático del istmo, Costa Rica, abandonó hace tiempo a Taiwán en favor de la China comunista.
Solo Guatemala se mantiene firmemente en el campo proestadounidense, reiterando su firme apoyo a Taiwán e Israel en los momentos más difíciles. Guatemala, además, ha implementado fuertes políticas de control migratorio e interdicción de drogas. Sin embargo, el gobierno guatemalteco apenas ha recibido un descastado reconocimiento, aplauso o gratitud por su apoyo a los objetivos tradicionales de la política exterior estadounidense. En la red organizada de la diplomacia estadounidense, Guatemala es tachada como un retroceso democrático (ver aquí, aquí y aquí).
El futuro de las relaciones bilaterales entre Estados Unidos y Guatemala está evolucionando y es difícil de predecir, ya que en 2024 y 2025 se posesionarán nuevas administraciones. Sin embargo, no cabe duda de la importancia de la relación bilateral. Si Estados Unidos pierde Guatemala, pierde Centroamérica. Es mucho lo que está en juego en un país pequeño.