En nuestro país, la estructura del odio es como una moda de procedencia caviar: resentida frente al éxito, ciega ante el progreso, muda ante la verdad y sorda frente a lo evidente; es un acto radical de cóleras e iras que se repiten con frecuencia, solo que alimentadas por el mismo viento, por la misma corriente, por los mismos protagonistas de las izquierdas extremistas que tanto daño le hacen al Perú.
Solo se necesita estar atentos a lo que dicen otros, que suponemos piensan distinto a nosotros –por ejemplo- para buscar la sinrazón y echar fuego para que ardan en la hoguera de la calumnia, el agravio o la difamación. El objetivo del odio comunista es lo que sea que ellos no pueden alcanzar: , herencia, ahorro, propiedad en base al esfuerzo, ejemplo de unidad, laboriosidad, sensatez y tenacidad…
Si bien piensan algunos que debe dar cólera o sentirse un mal momento que se repitan las mismas palabras de odio a diario en todos los medios, alimentando más odios, también es verdad que escuchar y responder resta aliento y concede espacios a la oscuridad de los extremistas.
Por citar algo, hoy en día –como ayer y seguramente mañana- nadie puede decir que la lucha contra el terrorismo y por recuperar una estructura de impulso a la economía fue un error. Nadie puede decir que ordenar el aparato burocrático del Estado sobredimensionado que había en el país en los años 90 no era una tarea inmediata. Nadie puede negar que fuera preciso adoptar medidas impopulares desde el punto de vista de los partidos políticos de aquel entonces, pero absolutamente acertadas desde el sentimiento ciudadano.
Entonces, ante ese buen resultado, ante el descalabro histórico de las izquierdas y el terrorismo, el alimento del odio tomó dos objetivos precisos centrados en destruir la Constitución de 1993 y en la búsqueda automática de argumentos de culpabilidad, para destruir a su vez, el concepto de familia, el respeto a la vida de un niño por nacer, el resentimiento al esfuerzo ajeno, la cólera por el logro de un compatriota, el enervarse contra el progreso y el desarrollo que en forma incipiente se iba construyendo.
Eso, armas de odio, palabras de odio, gentes de odio, sembraron en las mentes de millones que todo lo malo era la Constitución de 1993 y que todo lo “bueno” vendría arrasando valores, virtudes y principios edificantes. La contradicción funcionó y por eso vimos lo que sucedió en años que pudimos haber crecido más y en unidad.
Había que desmoronar, desacreditar, destruir la Constitución de 1993. Esa tarea perniciosa y ruin por más de veintitantos años, no ha podido lograrse, pero gimen los miedos de los destructores, se escuchan las lágrimas negras que rebotan en el pavimento de las marchas violentas, mientras hoy, una actitud valiente, ciudadana, no de partidos, se levanta cada día gritando la palabra que nos dará toda la vitalidad necesaria: ¡Libertad!