Vladimir Illich Ulianov, un joven de la alta burguesía rusa, se adhirió al mito revolucionario por una doble vía. Cuando tenía 17 años, su admirado hermano mayor fue ejecutado por participar en un complot para asesinar al zar. Vladimir arraigó un espíritu de rebeldía vengativa que estuvo en el corazón de su espíritu revolucionario. Su compulsiva lectura de obras de Carl Marx y otros socialistas cuando era estudiante añadió teoría a su pasión.
Se convirtió pronto en un dirigente de grupos marxistas, donde nació su apodo, Lenin, y libró sus primeras batallas ideológicas, al incio contra los revolucionarios no marxistas y luego contra los marxistas que contradecían su interpretación de Marx.
Era una discusión necesaria para la interpretación del pensamiento marxista. En las obras de Marx no se decía cómo se hacía la revolución ni cómo organizar un Estado socialista. Lenin empezó por contestar a lo primero: la revolución la harían revolucionarios profesionales que, mediante un golpe, tomarían el poder y transformarían el Estado. Sus oponentes fiaban el vuelco a la dinámica dialéctica de la lucha de clases.
Lenin conocía bien no solo la teoría marxista, sino la historia de las revoluciones políticas, especialmente la francesa. Sabía cómo se habían hecho ambas y qué quería hacer él. La discusión rompió el partido socialista en 1903. Lenin quedó a la cabeza de la facción que le apoyó: los bolcheviques.
El líder de la revolución exiliado en Suiza
Se concentró en la red de profesionales de la revolución y los preparó para el asalto. La oportunidad llegó inesperadamente, con la Gran Guerra de 1914, estancada en 1917, que provocó la abdicación del último zar de Rusia, Nicolás II, y desencadenó una revolución liberal difícil de consolidar. El Estado Mayor del ejército alemán acudió en busca de Lenin, exiliado en Suiza, y le transportó a la frontera rusa. La maniobra fue un éxito: la revolución se aceleró y un audaz Lenin consiguió terminar liderándola. Lo que vino a continuación no fue la paz: Rusia comenzó una serie de guerras civiles que no terminaron hasta 1921, dejando al país exhausto.
Ya en el poder, los bolcheviques se consagraron a la purga de sus enemigos de clase o políticos. La democracia solo cabía dentro del partido, en la dirección bolchevique. A eso se le llamó centralismo democrático. Rusia se convirtió en una dictadura: la dictadura del proletariado. Habían conquistado un Estado y aseguraban que aquello no era más que el comienzo de la revolución mundial. El marxismo-leninismo era la vía práctica de triunfo del socialismo. Invitaron a los socialistas de todo el mundo a constatarlo.
Lenin promovió una expedición militar a Alemania en 1920 para encender allí la revolución y acelerar el cumplimiento de las predicciones de Marx, que hasta entonces solo él había conseguido hacer reales. Fracasó. Los polacos, proletarios y no proletarios, se resistieron a dejarlos pasar y ganaron una guerra que contradijo las tesis de Lenin.
Daba igual. Rusia era un gigante tal, y el fanatismo comunista tan intenso, que podía permitirse seguir adelante con su plan a la espera de que el mundo reconociera su error y lo reconociera como el fundador práctico del futuro socialista de la humanidad.
No fue fácil. Había que definir qué era un Estado socialista. Por ejemplo, en economía, se estableció la abolición de la propiedad privada sustituyéndola por la estatal. En realidad, se copió el sistema que los alemanes habían puesto en marcha para crear una economía estatalizada y planificada durante la guerra, que se denominó economía socialista.
Pero la ruina de Rusia era tan grave que una hambruna terrible se extendió al terminar las guerras civiles. Lenin decretó la puesta en marcha de una nueva política económica (NEP), que en realidad consistía en una vuelta limitada al comercio y la propiedad privada, pero con otro nombre. Hubo una recuperación.
Contundencia bolchevique
Su gran “acierto político” fue la contundencia con que castigó cualquier oposición y la efectividad de la propaganda. Los bolcheviques se convirtieron en una fuerza implacable que impuso su ley con una contundencia mayor que los zares. Uno de sus colegas revolucionarios lo entendió muy bien: Iósif Stalin.
Lenin, enfermo tras un intento de asesinato por parte de la viuda de un represaliado, se había percatado de la brutalidad de Stalin y recomendó separarlo de la dirección del partido. Cuando Lenin falleció un 21 de enero de 1924 –ahora se cumplen los cien años–, Stalin maniobró hábilmente para evitar su defenestración. Había aprendido de Lenin y la revolución cómo sobrevivir.
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El culto a Lenin se había convertido en el centro de la vida pública del Estado Socialista. Con su muerte eso se disparó: se dio su nombre a la antigua capital y se momificó y exhibió su cadáver –hasta hoy–. Stalin se sirvió hábilmente de ese culto para consolidar su poder en el corazón del centralismo democrático. Lenin, elevado a la categoría de mito, símbolo de la revolución, sería el principal escudo de su poder y del Estado soviético.
Nota de Redacción: el presente artículo fue publicado originalmente en www.theconversation.com bajo la autoría de Catedrático de Historia Contemporánea. Director Científico del Instituto Cultura y Sociedad, Universidad de Navarra, España.