Los peruanos mayores de 60 años, saben lo que es morir en abandono, sufrir en soledad, angustiarse en medio de todo el silencio y desprecio que ha impuesto el gobierno desde que se les ocurrió “a las autoridades” que ser anciano no es una condición de respeto, sino de rechazo.
Vayamos a algunos números para esclarecer a los incrédulos: Alrededor del 20% de los fallecidos hasta el momento han sido personas mayores que no recibieron ninguna atención en su estado de salud y murieron en sus domicilios, en hogares de reposo, albergues, asilos o en la vía pública, absolutamente menospreciados, como si fueran desechos.
Adicionalmente, del total de decesos, el 68% son personas mayores de 60 años de edad, el 27% son personas de 30 a 59 años de edad, el 4,5% de fallecidos son jóvenes entre 18 a 29 años de edad y el 0.5% corresponde a niños.
Entonces uno se pregunta: ¿Qué acciones directas, objetivas, públicas y verificables, emprendieron el Ministerio de Salud y la Seguridad Social (ESSALUD) para educar, clasificar, focalizar, proteger y monitorear a los mayores de 60 años como población proclive al COVID-19? Ninguna, salvo muy pequeños esfuerzos individuales, iniciativas aisladas que contaron con el auxilio de algunos miembros de la Iglesia Católica, también en forma aislada porque la dirección nacional de la Iglesia no los auspició, ni promovió, ni alentó.
Vamos a un ejemplo directo: El PADOMI Programa de atención domiciliaria del Seguro Social del Perú (ESSALUD) no atiende presencialmente “en el domicilio” del adulto mayor desde el inicio de la pandemia –como era y es su obligación- y solamente se ha dedicado a llamar por teléfono, eventualmente, un par de veces a los pacientes, en más de seis meses.
Adicionalmente si se trata de lo que uno considera “emergencia” –que puede ser una “urgencia”, el PADOMI excepcionalmente, de cada cien llamadas sólo atiende una, y no envía un médico especialista, no envía una ambulancia, sino un enfermero o un joven médico general de poca experiencia, para evaluar y tratar de no trasladar al paciente a un centro hospitalario. Los testimonios son abundantes en este sentido y las consecuencias fatales, no son estadísticas, sino dolor permanente en las familias.
Pero vayamos a más datos: Los pacientes del programa PADOMI no reciben el 100% de sus medicinas desde el inicio de la pandemia, al contrario, tienen que comprarlas en farmacias privadas a precios no accesibles para ellos. En muchos casos, muchísimos en verdad, los ancianos suplicantes han vendido, malbarateado sus pocas joyas o algunos enseres para poder tener dinero y así comprar ellos mismos, arriesgando sus vidas, las medicinas que el Seguro Social no les proveía.
Únicamente un porcentaje que no supera el 3% -según información confidencial que hemos recibido- ha seguido teniendo algún tipo de control, asistencia o trato “preferencial”, pero el 97% se encuentra sin visitas médicas, sin controles y casi, sin el total de medicinas que les corresponden.
Este es un tema de Derechos Humanos pendiente de seguir un proceso de denuncia pública nacional e internacional, se trata de un crimen de lesa humanidad, ya que los pensionistas de la Seguridad Social, en este caso pensionistas jubilados y además mayores de 70 años, están pagando y no reciben un servicio de salud del cual dependen sus vidas.
Es el caso de una pareja de esposos, mayores de 85 años, donde el señor C.L. habiendo sufrido una caída se encontraba en recuperación en su casa y sufrió, por causas no identificadas el COVID-19, no siendo atendido ni siquiera por teléfono, ni trasladado a ningún centro hospitalario de ESSALUD, hasta que por iniciativa propia de los hijos, con dinero a la mano, lo llevaron a una clínica para que su padre fallezca, porque era muy tarde. En ese momento la esposa sufrió una serie de descompensaciones y elevada tensión arterial, angustiados ante ello, en un taxi la llevaron al hospital Almenara y allí, en la zona de estacionamiento, bajo una carpa húmeda, en medio del frío durante tres días, también falleció sin ser internada, ni siquiera en la zona de emergencia.
Don Pedro R. 82 años, profesor jubilado, viudo, con sus hijos viviendo en Arequipa y Puno, se encontraba solo en su casita de San Juan de Lurigancho cuando comenzó la cuarentena. Gracias a los vecinos se logró proveer de agua embotellada y alimentos adicionales a la ayuda que diariamente le dejaba en una bolsa sellada con comida el comité de solidaridad de una Parroquia cercana, porque don Pedro era de esos viejitos animosos que siempre estaba con su terno elegante cada domingo a mediodía en su Misa. Era muy querido y conocido.
Pero don Pedro enfermó estando solo y tuvo tos, luego neumonía, pedía ayuda y los pocos que se enteraron llamaban y llamaban a ESSALUD, al MINSA, a la Municipalidad, a la Policía… y nadie acudió.
Siendo las 9 de la mañana de un domingo que era de Misa, don Pedro salió ahogándose a la calle con su terno, se sentó en la vereda, en la puerta de su casita, junto al muro cruzó los brazos y dejó que su vida se apague.
Ahora nos dicen “las autoridades” que estamos preparados para una segunda ola del coronavirus. Es posible que ellos, los del gobierno lo estén, pero los miles de ancianos, los millones de viejitos que siguen encerrados en sus cuartos, en sus habitaciones…
¿A ellos quién los protegerá, si siguen muriendo y a nadie les importa?
Ricardo Escudero @primerpedal