A lo largo del siglo de guerra palestina contra el sionismo, la narrativa sobre las campañas terroristas contra los judíos, con quienes los palestinos no tienen intención de compartir la tierra, siempre ha aludido a los «ciclos de violencia». Fue así con los pogromos contra las comunidades judías de las décadas de 1920 y 1930 y así ha sido con la matanza perpetrada en Jerusalén en el Día Internacional de Conmemoración del Holocausto por un palestino, en la que murieron siete personas y otras tres resultaron heridas.
La violencia siempre ha estado enraizada en la afirmación árabe de que la presencia judía en la patria ancestral de los judíos es un crimen que debe ser erradicado. Sea como fuere, cada caso de derramamiento de sangre siempre puede explicarse, racionalizarse o incluso excusarse como respuesta a alguna acción, gesto o incluso a la mera posibilidad de cualquier acción o gesto por parte de los judíos.
Como era de esperar, eso fue lo que hicieron los medios de comunicación internacionales con el atroz asesinato múltiple perpetrado en el barrio de Neve Yaakov de Jerusalén el viernes por la noche. Gran parte de la prensa (aquí un ejemplo) y apologetas de la guerra contra Israel como la congresista Rashida Tlaib (D-Mich.) establecieron una equivalencia moral entre un asesinato indiscriminado en una sinagoga y la operación de las Fuerzas de Defensa de Israel a principios de la semana pasada para capturar a una célula de la Yihad Islámica Palestina en Yenín, durante la cual fueron eliminados nueve terroristas.
Más que el intento falaz de describir lo que está sucediendo como un mero ojo por ojo entre dos bandos igualmente intransigentes, el contexto inmediato de la malhadada cobertura es la campaña sostenida de la oposición al Gobierno de Israel.
El resumen que hizo The New York Times –en un artículo titulado «En pleno espasmo de violencia, el Gobierno de extrema derecha de Israel aumenta el riesgo de escalada»– de los acontecimientos de la semana combinaba el tópico de «las dos partes» con una afirmación igualmente tendenciosa de que lo ocurrido era producto de unas elecciones democráticas celebradas en Israel. En ese relato, y a pesar de los desmentidos que reconocen que el terrorismo no empezó en el momento en que la coalición supuestamente extremista del primer ministro Benjamin Netanyahu asumió el poder –hace sólo unas semanas–, el problema es principalmente culpa de Israel.
El argumento es que, al dar una mayoría estable al Partido Likud y a sus socios religiosos, el electorado israelí puso en marcha una serie de acontecimientos que alimentan el «ciclo de la violencia». Se asume así que la retórica de algunos de los miembros de la coalición gobernante, en particular el ministro de Finanzas –Bezalel Smotrich– y el de Seguridad Nacional –Itamar ben Gvir–, es inaceptable y responsable de provocar el terrorismo palestino.
Esto es absurdo.
Y no sólo porque Netanyahu y sus socios fueran elegidos en gran medida por la justificada percepción de la opinión pública israelí de que el Gobierno al que sustituyeron no había abordado debidamente el terrorismo palestino. El carácter problemático de la mayor parte de la cobertura del conflicto radica en la falta de voluntad para admitir que la perdurabilidad y virulencia de la violencia antiisraelí van más allá de las falsas comparaciones entre las operaciones antiterroristas y el terrorismo.
No se trata sólo de que los palestinos hayan rechazado repetidamente ofertas de paz y compromisos que habrían satisfecho cualquier deseo que tuvieran de un Estado independiente, suponiendo que estuvieran dispuestos a vivir en paz con Israel. Es que su guerra contra el sionismo está inextricablemente ligada a su identidad nacional.
Por eso siguen diciendo «no», y sus dirigentes –ya sean los moderados de Fatah que gobiernan Judea y Samaria (la Margen Occidental) o los islamistas de Hamás– son incapaces de aceptar la legitimidad de un Estado judío, independientemente de dónde se tracen sus fronteras. También explica esto uno de los aspectos más horripilantes, aunque demasiado familiar, de esta última tragedia: el modo en que los palestinos celebran los actos de terrorismo.
Por malo que fuera, el artículo del Times tenía una virtud. A diferencia de la mayor parte de la cobertura occidental del atentado, incluía una mención y una imagen del repugnante júbilo que se extendió por toda la Autoridad Palestina (AP) en respuesta a los asesinatos de Jerusalén.
Como indican las fotos y vídeos publicados en las redes sociales, las celebraciones no fueron aisladas. Por el contrario, franjas enteras de la sociedad palestina salieron el viernes por la noche a repartir caramelos en concentraciones y desfiles improvisados para festejar una matanza de judíos. Incluso se vio a la madre del autor, abatido tras asesinar a todos los judíos que pudo, vitoreando la acción de su hijo «martirizado» mientras repartía caramelos.
Para la mayoría de los medios de comunicación, incluso mencionar lo anterior de pasada, como hizo el Times, suele considerarse de mal gusto. Peor aún, incluso informar con precisión sobre la indiferencia o el apoyo activo palestino a un crimen tan horrible se considera racista. Admitir que la cultura política de los palestinos no sólo ha normalizado el terrorismo, sino que lo trata como la máxima expresión de su identidad nacional, contradice el supuesto básico de todos los progresistas sobre Israel y sus enemigos.
Aceptar que incluso los palestinos moderados se alegran por el derramamiento de sangre judía (después de todo, la madre del asesino puede esperar ahora recibir una cuantiosa pensión de la AP) desmiente la idea de que la solución de los dos Estados sea la respuesta a los problemas de Israel. Y expone las mentiras de la izquierda israelí y los progresistas estadounidenses como interpretaciones absurdas y erróneas de las intenciones y objetivos palestinos, basadas en la ingenuidad o en la ofuscación.
Igual de importante: centrarse en la supuesta responsabilidad del Gobierno israelí por tomarse en serio su obligación de erradicar el terrorismo demuestra a dónde ha conducido la campaña de deslegitimación de Netanyahu y sus socios. La izquierda israelí no ha tenido reparos en hacer afirmaciones deliberadamente falsas sobre el plan de reformas judiciales de la coalición gobernante. Lo viene denunciando como una guerra contra la democracia; pero lo que realmente pretende es preservar el poder de una minoría elitista, progresista y antidemocrática para frustrar impunemente la voluntad de la mayoría.
La hiperbólica descripción del Gobierno israelí como un grupo protoautoritario de extremistas salvajes ha hecho el juego a los palestinos, así como a quienes, desde el extranjero, piensan que su deber es anular el veredicto de la democracia israelí y salvar al país de sí mismo. Se trata de algo más que un intento de la oposición de anotarse tantos políticos. Las falsedades que perpetúa contribuyen a fomentar tanto el terrorismo como la presión extranjera sobre Israel para que tolere cierta cantidad de asesinatos en masa a fin de evitar enemistarse con los palestinos.
Algunos de los manifestantes afirman que las banderas palestinas que se ven en sus protestas son ondeadas solamente por extremistas de izquierda cuyas opiniones no reflejan el sentir de la mayoría. Pero los principales beneficiarios de su intento de anular los resultados de las últimas elecciones –que ellos y sus partidarios estadounidenses tacharían de «insurrección» y golpe de Estado si fuera la derecha la que tratara de derrocar a un Gobierno de izquierdas recién instalado– son la AP y quienes en la Administración Biden se desviven por derrocar a Netanyahu.
La forma en que la izquierda israelí proporciona munición a los enemigos de Israel no libra de culpa a los medios de comunicación estadounidenses. No existe un «ciclo de violencia» en el que las víctimas sean tan culpables como los asesinos. Quienes culpan a las víctimas judías del afán palestino por asesinarlas por el crimen de ser judías que viven en Israel no sólo están incurriendo en prejuicios muy trillados, sino que están dando un espaldarazo a quienes fomentan, comandan y subvencionan el terrorismo.
Estamos no sólo ante una cobertura sesgada sino ante una desgracia moral.
© Versión original (en inglés): JNS
© Versión en español: voz.us
Un artículo de Jonathan S. Tobin Director de JNS (Jewish News Syndicate).