El mayor problema de la izquierda es su existencia, ya que no se entiende a sí misma y no deja de pensar en qué hacer para comprenderse en medio de tanta multiplicación de posiciones, cambios y recambios, indecisiones y variaciones que alimentan su desnutrida ideología que va variando desde un fanático apoyo a la violencia extremista, hasta una especie de ubicación vacacional en alguna dependencia del Estado, donde les ha tocado anidar a base de favores, nunca por capacidad o talento.
La izquierda en su conjunto, maltrecha siempre, dividida siempre, ofuscada y resentida siempre, transita entre defectos y ausencia de virtudes. Desde su anomalía existencial y su perversión “intelectual”, no ocupa espacios de lucidez, sino de estupidez.
Los casos de descomposición política y dirigencial abundan, se multiplican como esporas. La destrucción de gremios sindicales es una clara señal que el dinero y los viajes de placer los han vuelto “turistas de luchas”, delegados de costumbre eterna que usan esos viajes y esos dineros para expresar una mentirosa solidaridad que no es ninguna expresión de lucha sincera, sino el simple “cumplir por cumplir” cuando se ha convocado a una jornada internacionalista donde las conferencias resultan en un aburrimiento espectacular, porque los que hablan y hablan, son los expertos que no promueven ideas, porque carecen de conocimientos y de trayectoria. Y sin trayectoria y son conocimientos, no se puede hacer de “expertos”.
Los dirigentes de la izquierda, en cualquier lugar y momento, son los mismos de siempre, los que están aptos por ellos mismos para cualquier cargo y cualquier elección. No existe innovación, no se da un proceso de renovación o recambio, siguen enquistados los que un día aplauden a un lado y al siguiente día, al otro lado. Se eterniza la jefatura y lo único que varía es la máscara del fruto podrido.