En las últimas semanas, la airada fijación de la oposición para con el recién elegido Gobierno del primer ministro Netanyahu ha alcanzado tonos histéricos e incluso apocalípticos. Lo cual debería resultar familiar a los estadounidenses, que se han acostumbrado al mismo tipo de discurso febril desde la irrupción de Donald Trump en la escena política.
De hecho, la presidencia del republicano no fue objeto de mera oposición por parte de sus enemigos; fue resistida, con teorías conspiratorias como la de su colusión con Rusia para robarse las elecciones de 2016. En la derecha, muchos están tan desilusionados por los resultados de los de 2020 –y por la forma en que los medios corporativos y las grandes tecnológicas distorsionaron la cobertura y suprimieron informaciones que podrían comprometer a los demócratas— que ya no confían en la integridad del proceso electoral.
El uso de la retórica como arma se ha intensificado hasta tal punto que en las elecciones de mitad de mandato de 2022 los demócratas se afanaron, no sin éxito, en pintar a los republicanos como una «amenaza» para la democracia. Ese empeño estuvo en sintonía con un cambio radical en el discurso político que presenta a los rivales no sólo como equivocados –actitud necesaria en un sistema en el que las partes deben estar dispuestas a perder y ceder el poder cuando son derrotadas– sino como perversos.
Así que quizá no debería sorprendernos demasiado la reacción quienes perdieron las elecciones a la Knéset [el Legislativo israelí] del 1 de noviembre. Lo mismo puede decirse del discurso sobre el «peligro mortal» que supuestamente supone la coalición de Netanyahu para la democracia israelí (como escribió recientemente Yosi Klein Halevi en The Times of Israel y The Atlantic): imposibilita el desacuerdo razonable.
Llamar al Gobierno israelí «moralmente corrupto» o «criminal», como han hecho Halevi y el director del Times of Israel, David Horovitz, no es una forma de iniciar una conversación sobre un tema polémico, como la reforma judicial o una respuesta más contundente al terrorismo palestino. Es el fin de la conversación. Lo cual es, quizás, precisamente el objeto de ese tipo de ataques.
Cuando quien así se expresa es gente como Halevi y Horovitz –a quienes siempre he considerado observadores generalmente comedidos, no sectarios extremistas, a pesar de mi desacuerdo con muchas de sus posiciones–, vale la pena preguntarles cómo se puede llevar a cabo cualquier debate en esa atmósfera, y por qué están tan empeñados en excitar la ira de la Administración Biden y de los judíos estadounidenses hacia el nuevo Gobierno israelí.
Al igual que los manifestantes que acudieron en gran número a las concentraciones anti Netanyahu de los dos últimos sábados en Tel Aviv y Jerusalén, insisten en que su intento de anatematizar a la coalición de Netanyahu es una respuesta racional ante lo que consideran unas políticas que socavan la democracia.
Pero es difícil tomarse en serio sus denuncias acerca de los planes del Gobierno Netanyahu para poner coto a una Corte Suprema fuera de control, que no rinde cuentas y se autoperpetúa. Según han ilustrado ampliamente juristas como Jerome Marcus, ese tribunal se ha arrogado el poder de anular arbitrariamente la voluntad del legislador elegido democráticamente en función de lo que considera «razonable», no de principios arraigados en las leyes a las que los votantes o la Knéset han dado su aprobación.
En lugar de presentar contrapropuestas a un plan destinado a corregir una situación problemática –que se ha ido cociendo a fuego lento durante años, desde que el ex presidente de la Corte Suprema Aharón Barak se lanzó a una conquista inaudita del poder–, los que claman por la salvación de la democracia no han hecho sino atrincherarse y hablar de su miedo a una «tiranía de la mayoría» que aplastaría los derechos de las minorías.
Sin embargo, como los artículos de Halevi han dejado igualmente claro, lo que los oponentes de Netanyahu realmente no van a tolerar es un Gobierno cuyos integrantes no tengan interés en seguir las políticas de las élites.
Esto es algo que también debería resultar familiar a los estadounidenses.
Cuando las élites progresistas e izquierdistas cuyos candidatos perdieron en las últimas elecciones israelíes –y, como reconoció Halevi, es probable que sigan perdiendo en el futuro, a medida que la demografía de Israel se vuelva cada vez más religiosa y derechista– hablan de democracia, realmente se están refiriendo a un sistema que garantice que su bando siga dominando Israel, con independencia de quién gane las elecciones.
Quienes dirigen los medios de comunicación corporativos, las instituciones académicas y los think tanks están dispuestos a tolerar a los conservadores mientras no se empeñen en cambiar las cosas. Así, por ejemplo, se considera que los conservadores del Congreso norteamericano que hablan de reforma fiscal tienen cierta legitimidad –aunque en realidad no se les respeta–, a menos que estén dispuestos a tomar medidas reducir el gasto público, en cuyo caso se convierten en peligrosos radicales, si no en el equivalente moral de los terroristas.
Había y sigue habiendo buenas razones para ver a Trump con preocupación e incluso con desdén. Pero el problema no eran tanto los tuits destemplados del presidente como la voluntad de su Administración de hacer retroceder al Gran Gobierno progresista y frenar la inmigración ilegal.
Su voluntad de abandonar la actitud típica del unipartidismo convenido era algo que la clase gobernante consideraba una auténtica amenaza. Que Trump intentara, aunque de forma a menudo caótica –acorde tanto con su carácter como con su falta de experiencia de gobierno–, escuchar lo que querían las «deplorables» bases conservadoras y actuar para cumplirles sus promesas es lo que le hizo verdaderamente peligroso para sus oponentes.
Las élites gobernantes y culturales de Israel siempre han visto a Netanyahu y a los votantes que representa con el mismo tipo de desdén. Y, como demuestran sus intentos de procesarle sobre la base de unas acusaciones de corrupción endebles, también están dispuestos a saltarse las normas políticas usuales para acabar con él.
Irónicamente, Netanyahu es, en muchos sentidos, miembro de ese mismo establishment israelí que le odia. Pero no puede decirse lo mismo de sus aliados Bezalel Smotrich e Itamar ben Gvir, que proceden del ala derecha del bando nacional-religioso.
Aunque hay razones para plantearse si están preparados para comportarse de forma responsable en sus cargos, la retórica de Halevi de que constituyen una amenaza para los lazos que unen al judaísmo mundial, y aun para la posición internacional del Estado judío como país civilizado, habla por sí sola: es un desprecio profundo y visceral por la versión israelí de los «deplorables» estadounidenses.
Peor aún: tanto ellos como otros miembros de la coalición liderada por el partido Likud se han puesto manos a la obra en su intento de aplicar realmente lo que prometieron a los votantes en materia de la seguridad y en asuntos relacionados con la salvaguarda de los derechos judíos y el equilibrio entre los de los judíos laicos y los judíos observantes.
Éste, más que la reforma judicial, es el verdadero pecado imperdonable del nuevo Gobierno israelí a ojos de sus oponentes. Al Gabinete Netanyahu sus enemigos no le tolerarán nada que pueda quebrar realmente el poder de la minoría progresista de Israel o su capacidad para ejercerlo.
Así pues, el enloquecimiento de la resistencia anti Netanyahu no tiene que ver con la democracia, sino con preservar el poder por parte de una facción que teme no ganar unas elecciones. Sin embargo, lo que hace que su demonización de Netanyahu y sus colegas sea no sólo irreflexiva sino irresponsable es que hace el juego a los enemigos del sionismo y de los judíos, a quienes no les importa quién dirige el Estado judío ni cuáles sean sus políticas.
Que Halevi afirme que el Gobierno permitirá que los enemigos de Israel piensen que tienen razón al considerarlo un Estado criminal es el tipo de delirio autojustificativo que concede un salvoconducto inmerecido a quienes trafican con el odio hacia el Estado judío.
En un momento de creciente antisemitismo a menudo disfrazado de antisionismo, la deslegitimación del Gobierno democráticamente electo de Israel tiene consecuencias que trascienden el futuro político de Netanyahu o el debate de si la reforma judicial es una buena idea.
No hace falta estar de acuerdo con Netanyahu para percatarse de lo erróneo que sería creer que la histeria que rodea a su Gobierno tiene que ver con la democracia. Las pasadas elecciones legislativas israelíes deberían tratarse con el mismo tipo de respeto que los estadounidenses creen que debe concederse a los comicios de su país; y a quienes dicen estar preservando la democracia israelí pero no hacen más que boicotearla habría que dedicarles una mirada de desprecio.
© Versión original (en inglés): JNS
© Versión en español: Revista El Medio
Un artículo de Jonathan S. Tobin de JNS (Jewish News Syndicate).