Martin Buber (1878-1965), filósofo del diálogo, escritor judío, es conocido por su aporte a la comunicación interpersonal a partir de la noción YO-TÚ que centra en la “relación” lo más fundante de la persona. De sus escritos se acaba de publicar en español dos breves textos que abordan la dimensión ética de la conducta humana bajo el título “Bien y mal” (Hermida Editores, 2021). Son reflexiones -con la Torá y los mitos persas como telón de fondo- sobre la presencia del mal. Textos sugerentes, de lectura pausada; meditaciones sobre la verdad del ser.
El bien sin la verdad no se entiende. Dice Buber que “el estado del corazón determina si un hombre vive en la verdad, en la que se experimenta la bondad de Dios, o en la apariencia de la verdad, donde el hecho de “ir mal” con él se confunde con la ilusión de que Dios no es bueno con él”. Para vivir en la verdad, antes hay que haberla encontrado, de ahí que la mentira supone ir en contra del ser de la verdad, previamente concebida. Encontrar la verdad, vivir en la verdad, ser verdaderos, ésta es la piedra de toque. Por eso, “en la mentira, el espíritu comete traición contra sí mismo”.
El discurso mentiroso deteriora la vida en común. La sospecha se instala en la sociedad y los buenos deseos o la buena voluntad pierden credibilidad. A estos males se suma la falta de lealtad e integridad. Vivimos unos al lado de los otros, pero no hay comunidad entre nosotros. Este es el nivel corrosivo de la mentira que convierte en presunto enemigo al prójimo.
Uno es ninguno, dice el refrán, pero cuando la mentira se instala en toda una generación, la verdad se devalúa, crece la desconfianza y se deteriora grandemente el capital social de una comunidad. Mas, por más que la mentira campee entre nosotros, ella no tiene la última palabra. Dios, dice Buber comentando el Salmo 12, preservará a quien es devoto de la verdad, “pues la mentira pertenece al tiempo y será devorada por el tiempo; la verdad, la verdad divina, pertenece a la eternidad y está en la eternidad, y esta devoción a la verdad, a la que llamamos verdad humana, participa de la eternidad”.
El principio básico de la moralidad es: “debe hacerse el bien y evitarse el mal”. El compromiso es por el bien, por eso Buber señala que “el mal no se puede hacer con toda el alma; sólo el bien se puede hacer con toda el alma. Se hace cuando el impulso del alma, partiendo de sus fuerzas supremas, se apodera de todas las fuerzas y las purifica en el fuego purificador y transformador, así como en la potencialidad de la decisión. El mal es la falta de dirección y lo que se hace en ella y desde ella, como capturar, atrapar, atar, seducir, forzar, abusar, humillar, atormentar, destruir aquello que se nos ofrece. El bien es la dirección y lo que se hace en ella; lo que se hace en ella se hace con toda el alma, de modo que toda la fuerza y pasión con que se hubiera podido hacer el mal quedan incluidas en la acción”.
El bien construye lentamente, el mal destroza despiadadamente lo que toca. Está claro: no se debe hacer el mal, pero se hace. Y hacerlo no le otorga carta de ciudadanía al mal, ni el mal -como lo recordó San Juan Pablo II- tiene la última palabra.
El Salmo 73 dice: ¡Qué bueno es Dios para Israel, para los puros de corazón! Se nos pide pureza de corazón para ver la bondad que se abre paso entre los renglones torcidos de la historia. Tener un corazón puro nos supera y hemos de estar dispuestos a purificarlo de continuo. Para un cristiano, la Cuaresma y la Semana Santa es tiempo de conversión y de purificación.