De ordinario no faltan situaciones difíciles que nos pueden desequilibrar anímicamente o, simplemente, se tiene un temperamento sensible, propenso a captar intensamente los movimientos del entorno. En mis años de mocedades (hace ya un buen tiempo) miraba lejanamente este panorama. Hace ya un buen tiempo los sentimientos de ansiedad, angustia, temor y demás me son familiares. Lo veo, asimismo, en no pocas personas a mi alrededor. Las terapias, medicaciones tienen su lugar y su tiempo. Sin embargo, también sabemos por experiencia que muchos de estos episodios de la vida se calman con una buena compañía, un generoso “escuchatán” (como solía decir el célebre Ing. Estartús) y buenos espacios para el reposo.
El libro “Más poesía y menos prozac” de Manuel Casado Velarde (Rialp, 2022) se ubica en esos medios caseros, al alcance de la mesita de noche, en donde una buena poesía devuelve el alma al cuerpo en las tardes grises de inquietud. Unas veces son versos para sacarnos del hoyo, como el de Pemán: “Bendito seas, Señor,/ por Tu infinita bondad;/ porque pones por amor/ sobre espinas de dolor/ rosas de conformidad”.
En otras ocasiones, conviene no darle vueltas infinitas a los asuntos en busca de una explicación matemática, basta con mostrarnos humildes ante el misterio como en aquellos versos de García-Máiquez: “pero el amor es un misterio. Incluso/ para nosotros dos que nos amamos/ tantos años y aún no lo entendemos”. Éstas y tantísimas otras poesías, escritas desde el hondón del alma, nos reconcilian con nosotros mismos como lo hace Javier Almuzara: “Gracias, Señor, por mis debilidades,/ por el aire que piden los pulmones,/ por el agua y la sed,/ por mi perro guardián,/ este dolor que ladra en las heridas”. A las personas agradecidas les basta una gotita de rocío para hidratar su espíritu.
Manuel Casado escribe de la bondad de toda escritura poética que nos conecta con la realidad, la intimidad personal y el entorno exterior. A través de los artistas llegamos a desvelar aquello que nos pasa, encontramos la palabra que nos revela un mejor conocimiento personal. Es sana distracción y amplitud de mirada para contemplar la magia de la realidad en su solidez y sencillez cotidiana.
La buena literatura no es un boleto para escapar de la realidad -algunas veces lacerante-, es más bien un medio para esclarecerla. “Sin un anclaje fuerte en algo externo -dice Casado-, sin confianza en que pueda haber algo sólido en que apoyarse, la existencia humana se torna insegura, al arbitrio de incontables incertidumbres y perplejidades (…). Más aún: para Kafka «la verdad es lo que todo hombre necesita para vivir. La vida sin verdad no es posible… Verdad y vida. No solo de pan se vive”. Y ciertamente, cuánta palabra escrita tenemos a la mano para encontrar sentido al sinsentido aparente de las turbulencias de la vida.
Escapa a nuestras manos parar la velocidad de la historia, pero sí podemos detenernos un buen rato para respirar hondo y hacer que el cuerpo y alma se reconcilien. ¿Escribir lo que llevamos dentro? También. Ayuda a comprenderse. Así, entre lo propio y ajeno, le ponemos un poco de calma a los días de vértigo. Un buen libro en la mano, un poema saboreado verso a verso, pueden conseguir que cuerpo y alma bailen en tiempo de vals. No es un baile armonioso de una vez para siempre, es “una armonía frágil, imperfecta, precisada de constantes remiendos y recomienzos”. Es la fragilidad de la condición humana, en cuya andadura se enlazan cielo y tierra.