Max Scheler (1874-1928) fue un filósofo genial, lleno de intuiciones luminosas; un maestro en el arte de descubrir realidades interesantes, un colonizador de tierras nuevas; no así un labrador de las verdades a las que llegaba. Le faltaba la paciencia del campesino capaz de sembrar, cuidar, esperar.
Estas ideas me ha sugerido la deliciosa lectura de “La filosofía y la personalidad de Max Scheler” escrita por otro gran filósofo del siglo XX, Dietrich Von Hildebrand (1889-1977). Ambos amigos durante muchos años, abocados a la indagación de la ética de los valores.
Scheler es un referente imprescindible en la filosofía de los valores. San Juan Pablo II dedicó uno de sus primeros trabajos a su ética: “Max Scheler y la ética cristiana”. Las intuiciones alcanzadas por Scheler sentaron un nuevo giro en la ética filosófica que hasta entonces estaba signada por la ética kantiana.
Así, frente a la psicología asociacionista destacó la libertad espiritual de la persona; frente a Kant afirmó la naturaleza espiritual también de los actos emocionales como el amor, la compasión o la alegría. Señaló las huellas del pecado original en la historia de la humanidad. Su conversión al catolicismo, revestida más de entusiasmo que de profundidad, no le duró mucho; pues, finalmente derivó en el panteísmo que antes había criticado.
Se produce un quiebre esencial en la vida del pensador en 1922. Después de ese año “se abandonó en ilusiones –anota Von Hildebrand-. No se encuentra ni un solo pensamiento que fuera llevado por lo objetivo como anteriormente. Todo se vuelve cada vez más construido, más subjetivo, más opaco, inauténtico, ya que en lugar del mirar filosófico y firme aparece la huida desesperada de la propia conciencia de culpa de un hombre desgarrado”. Esta deriva intelectual y vital lo lleva en sentido contrario a los hallazgos anteriormente encontrados.
Von Hildebrand señala que fueron dos los motivos más importantes que llevaron a Scheler a dar este abrupto cambio en su pensamiento. En primer lugar, “no llegaba casi nunca a un análisis filosófico verdadero, a un penetrar inexorable de cualquier problema”. En segundo lugar, “no podía descansar en la posesión de la verdad, entregándose amorosamente y volitivamente al objeto conocido, sino que al instante se sentía impulsado hacia nuevos conocimientos tan pronto como había conocido algo”. La vida le pudo y, aunque, escribió muy bien de la persona no consiguió establecer relaciones interpersonales duraderas y profundas con los muchísimos que conoció.
Este ensayo de Von Hildebrand me hizo recordar las líneas que Edith Stein (filósofa, de origen judío, conversa al catolicismo) le dedicó a Scheler en su libro autobiográfico “Life in a jewish family”. Cuenta que lo conoció en 1916: “en ninguna otra persona había encontrado el fenómeno del genio tan claramente. La luz de lo más valioso del mundo brillaba en sus grandes ojos azules. Sus rasgos eran agradables y nobles; aun así, la vida había dejado huellas devastadoras en su rostro.
Betty Heymann dijo que le recordaba la pintura de Dorian Gray: ese misterioso retrato en el cual la vida disoluta del retratado pintaba sus líneas distorsionadas, mientras que la persona mantenía los apuestos rasgos de su juventud”. Aguda intuición femenina capaz de ver el ser en el aparecer humano. E insondables los caminos de Dios, pues, a la joven Stein la conversación con Scheler le abre una región de los “fenómenos” de los que no podría pasar a ciegas. La Fe vendría después.
Scheler, un pensador retador, una vida desgarrada, un torrente de vida desbordada que me recuerda –con temor y temblor- que si no se vive como se piensa se acaba pensando como se vive.