La revuelta universitaria de Mayo del 68 en la Sorbona de París, mirada desde estas latitudes peruanas, continúa siendo una incógnita para mí. Se sigue hablando de ella y se le atribuyen una serie de consecuencias en la configuración de la cultura contemporánea en sus luces y sombras. A estas últimas, por ejemplo, se refirió Nicolás Sarkozy hacia el 2008, afirmando: «Sí, la moral, una palabra que no me da miedo. La moral, algo que después de mayo de 1968 no se podía hablar (…). Los herederos de Mayo del 68 habían impuesto la idea de que todo vale, que no hay ninguna diferencia entre el bien y el mal, entre lo cierto y lo falso, entre lo bello y lo feo; habían intentado hacer creer que el alumno vale tanto como el maestro (…), que la víctima cuenta menos que el delincuente (…), que no podía existir ninguna jerarquía de valores (…), que se había acabado la autoridad, la cortesía, el respeto; que no había nada grande, nada sagrado, nada admirable; ninguna regla, ninguna norma, que nada estaba prohibido». Claramente, una visión crítica de las ideas de esta revuelta.
Mario Vargas Llosa, después de recibir el Premio Don Quijote, por su trayectoria como difusor de la cultura y la lengua española, responde a Yolanda Vaccaro -en 2010- en una entrevista acerca de “suprimir las élites”, uno de los objetivos de Mayo del 68. Dice: “Considero que es un problema muy actual porque creo que a partir de mayo de 1968 surgió una tesis que se ha extendido en cierta forma en buena parte del mundo: que había que acabar con las élites. Esa actitud es un puro disparate porque acabar con las élites significa simplemente convertir a la cultura en un simulacro de lo que la cultura es. No es posible que todo el mundo tenga el mismo grado de conocimiento, que tenga el mismo grado de especialización; eso es una utopía absolutamente irreal. El odio, el rechazo a las élites considero que ha creado una confusión tan extraordinaria que en algunos campos como el del arte ya la gente no sabe qué cosa tiene valor y qué cosa no la tiene”.
Dos opiniones, la de Sarkozy y la de Vargas Llosa, críticas respecto a los postulados de Mayo del 68. ¿Cuáles son las ideas que están detrás de este acontecimiento? Orienta muy bien para responder a esta pregunta, el libro de José María Carabante, profesor de filosofía de derecho en la Universidad Complutense, Mayo del 68. Claves filosóficas de una revuelta posmoderna (Rialp, 2018). Es una indagación de las corrientes ideológicas que estuvieron antes, durante y después de esas pocas semanas de agitación iniciadas el 22 de marzo en Nanterre, alcanzando su punto álgido el 10 de mayo, la noche de las barricadas en el Barrio Latino. El antecedente cercano a la revuelta parisina se dio al otro lado del Atlántico, en la Universidad de Berkeley, California (USA), en 1964, con el movimiento del Free speech. En Francia, la revuelta estalla en la Facultad de Humanidades de Nanterre, con el joven estudiante de sociología Daniel Cohn-Bendit a la cabeza, el 22 de marzo de 1968. Pocas semanas después, el 3 de mayo, los estudiantes toman La Sorbona. Los eslóganes y las pintas son de lo más llamativos: “seamos realistas, hagamos lo imposible”, “la imaginación al poder”, “el poder ha tomado el poder, tomemos el poder”. Es un movimiento de subversión total del sistema. Sartre apoya el movimiento. Raymond Aron, más bien, es un crítico de estos sucesos.
Carabante considera que las claves filosóficas de esta revuelta se pueden rastrear en el tiempo: antes, durante y después. Atrás, estarían los maestros de la sospecha Marx (las ideas son pura ideología que emanan de las estructuras económicas de dominación), Nietzsche (hay que desenmascarar la debilidad de la moral presente y devolver el protagonismo al superhombre) y Freud (lo importante son las pulsiones eróticas). Durante el tiempo de las revueltas de Mayo del 68, Marcuse se alza como un referente importante al proponer una sociedad del eros, sin trabas, en donde cada individuo pueda dar satisfacción a sus deseos, un cóctel de ideas entre Marx y Freud. Por su parte los llamados filósofos situacionistas Debord y Veneigen se dieron cuenta “de que la revolución, para ser exitosa, tenía que producirse en el ámbito cultural, y de que el objetivo de la transformación debían ser las costumbres, los valores y las convicciones. Era la cultura, en definitiva, la que custodiaba el poder capitalista y funcionaba como su contrafuerte” (p. 61). Finalmente, en el después de Mayo del 68, fueron los filósofos posmodernos como Foucault, Deleuze, Derrida, Lyotard quienes le dieron aires al espíritu de la revuelta, entronizando al yo y minando el discurso moderno con el enfoque deconstructivista, señalando el fin de los grandes relatos.
Luc Ferry y Alan Renaut sintetizan el pensamiento del 68 en cuatro rasgos: el fin de la filosofía, el paradigma de la genealogía, la disolución de la idea de verdad y el historicismo. Lo real se desvanece y el ser humano habría perdido su capacidad de conocer. Tampoco habría diferencias entre culturas, ni distinción entre el bien y el mal, “porque no hay criterio normativo alguno que no responda a una dominación, que no sea síntoma de un dogmatismo o rastro de un prejuicio despótico (cfr. pp. 76-77). El conocimiento se fragmenta, el yo y sus pulsiones se expanden, todo hacia adelante, sacudiéndose de tradiciones e instituciones a las que se las mira como alienantes y dañinas.
Así las cosas, me pregunto, Mayo del 68, ¿dónde estuviste en la década de los setenta y en adelante en las universidades peruanas? ¿Dónde estuviste en las décadas del terrorismo de los 80 y los 90? Me temo que no estabas presente en el imaginario cultural en el que nos formamos los universitarios de aquella época. Empecé la carrera de Derecho en la Universidad Nacional Pedro Ruiz Gallo de Chiclayo (1975-1977) y la continué en la PUCP (1978-1981). Es decir, me formé en el periodo inmediato a Mayo del 68. En esta época no encuentro huellas importantes del espíritu de esta revuelta parisina.
A mi generación no le llegó el ingenio paradójico de Mayo del 68, nos llegó de frente y, sin anestesia, el marxismo en sus fuentes, en sus divulgadores y en sus varios rostros revisionistas. Los cursos de estudios generales que hice, salvo un curso de contabilidad, tenían sesgo marxista: materialismo histórico y dialéctico, lucha de clases, movimientos populares, relaciones de explotación, historia crítica, sociología. La sociedad erótica de Marcuse quedó en los papeles y, en cambio, se cocinó el caldo de cultivo revolucionario a través de Sendero Luminoso (el marxismo más radical en las universidades) que terminó en el fusil y el terrorismo de los 80 y 90, cuyo saldo trágico aún nos resulta cercano.
El Mayo del 68 cultural, psicológico, lúdico no fue un referente intelectual para mi generación, nada de “vivan los elfos y mueran los orcos”. “El pan con libertad” de los apristas se quedó corto; incluso, el eslogan “campesino, el patrón ya no comerá de tu pobreza” del gobierno socialista de Velasco Alvarado, quedó arrasado por el “pensamiento Gonzalo” y el terror insano de Sendero Luminoso.
Aún quedan coletazos de Mayo del 68, quizá más visibles en el Hemisferio Norte. Poco queda de la revuelta y, probablemente, lo que aún late en nuestro tiempo sea una sensibilidad propiciadora de estilos de vida libertarios alentados por la sociedad del espectáculo y del consumo.