Estas son palabras de Burke*, léalas con paciencia, escúchelas con paciencia:
Confieso que sólo la aceptaré con gran repugnancia y ante la coacción de pruebas claras e irrefutables; porque esa situación se resume en esta breve, pero descorazonadora proposición:
“Que tenemos un ministerio muy bueno, pero que constituimos un pueblo muy malo”; que mordemos la mano que nos alimenta; que, con una locura maligna, nos oponemos a las medidas y difamamos, desagradecidos, a las personas cuyo único objetivo es nuestra paz y prosperidad.
Si unos pocos libelistas insignificantes, que actúan bajo la maraña de unos políticos facciosos, sin virtud, dotes, ni carácter (así los representan constantemente esos señores) bastan para excitar a estos disturbios, tiene que estar muy pervertida la disposición de un pueblo para que puedan producirse, por tales medios, semejantes perturbaciones.
Para agravar en no escasa medida tal desgracia pública, en esta hipótesis, la enfermedad no parece tener remedio posible. Si la causa de la turbulencia de una nación es su riqueza, no creo que se vaya a proponer la miseria como policía encargado de mantener la paz; si las raíces que alimentan toda esa abundancia de sediciones son nuestros dominios de ultramar, no creo que se intente cortarla para matar de hambre la fruta.
Espero que si es nuestra libertad la que ha debilitado el ejecutivo, no haya un plan de pedir ayuda al despotismo para llenar las deficiencias del derecho.
Sea lo que sea lo que se intente, no se sostiene aun ninguna de estas cosas. Por consiguiente, parecemos abocados a la desesperación absoluta pues no tenemos otros materiales con que trabajar sino aquellos con que Dios se ha servido formar los habitantes de esta isla. Si son radical y esencialmente viciosos, todo lo que puede decirse es que son muy desdichados los hombres que tienen la suerte o la obligación de administrar los asuntos de este pueblo perverso.
Es cierto que a veces oigo afirmar que una tenaz perseverancia en las actuales medidas y un castigo riguroso de quienes se oponen a ellas, pondrá fin, en el transcurso del tiempo, de modo inevitable, a estos desórdenes. Pero a mi modo de ver esto se dice sin una detenida observación de nuestra disposición actual y con un desconocimiento absoluto de la naturaleza general de la humanidad.
Si la materia de que está compuesta la nación tiene tal facilidad para fermentar como dicen estos señores, no faltará nunca la levadura que la trabaje, en tanto sigan existiendo en el mundo el descontento, la venganza y la ambición.
Los castigos particulares son el remedio de las enfermedades ocasionales del Estado; inflaman, más bien que alivian, los calores que surgen de una mala administración continuada por parte del gobierno, o de una mala disposición natural del pueblo.
Es de la mayor importancia no equivocarse en la utilización de las medidas fuertes; la firmeza es únicamente virtud cuando acompaña a la prudencia más perfecta. La inconstancia es, en realidad, un correctivo natural de la locura y la ignorancia.
No soy de los que creen que el pueblo no se equivoca nunca. Lo ha hecho muchas veces, y con daño, tanto en otros países como en éste. Lo que sí digo es que en todas las disputas entre el pueblo y sus gobernantes las presunciones están por lo menos a la par en favor del pueblo.
Acaso la experiencia justifique el ir más allá. Cuando el descontento popular ha prevalecido mucho, puede afirmarse y sostenerse de modo general que se ha echado de menos algo en la constitución o en la conducta de los gobernantes. El pueblo no tiene interés en el desorden. Cuando obra mal ello constituye su error, no su delito. Pero con los gobernantes no ocurre así. Pueden ciertamente obrar mal de intento y no por error.
“Les révolutions qui arrivent dans les grands états, ne sont point un effect du hazard, ni du caprice des peuples. Rien ne révolte les grands d’un royaume comme un gouvernement faible et derangé. Pour la populace ce n’est jamais par envie d’attaquer qu’elle se soulève, mais par impatience de souffrir”.1
Estas palabras son de un gran hombre, Lo que dice de las revoluciones es igualmente cierto de toda clase de perturbaciones importantes. Si esta presunción en favor de los súbditos contra los depositarios del poder no es la más probable, estoy seguro de que es la más cómoda, porque es más fácil cambiar un gobierno que cambiar un pueblo.
* EDMUND BURKE nació en Dublín, Irlanda, el 12 de enero de 1729 y murió el 9 de Julio de 1797, luego de haber sufrido la desgracia de ver morir a su único hijo. Su vida, a pesar de lógicos altibajos, lo llevó a producir una importante obra y a ser considerado de los más hondos e importantes filósofos políticos. En palabras de lord Acton,”Burke en su mejor expresión es la mejor expresión de Inglaterra”, lo que intenta resumir que la figura de Burke es una de las más interesantes del pensamiento y la práctica políticos de Inglaterra.
Lo anterior no libra a Burke de ser un autor polémico y contrastado; mientras que para algunos es un pensador insuperado, para otros no merece más que repudio y desdén. Tales apreciaciones no se deben únicamente a sus escritos, sino también a su intensa actividad política, desarrollada en la Inglaterra del siglo
XVIII.
Pensador sagaz y polémico, ensayista oportuno y agudo, Edmund Burke es lectura histórica por excelencia.
1Mêmoires de Sully, tomo 1,p. 133.
http://200.23.188.74/sites/fondo2000/vol1/descontento/html/1.html