Estamos acostumbrándonos a no decir lo que pensamos y a no pensar lo que decimos, estamos en una misma escena diariamente, escondidos para no ser protagonistas de nuestra obligación ciudadana de enfrentar el delito, la corrupción y la impunidad, estamos ahogados en las redes sociales y no salimos de esa profundidad de intrascendencias; no somos personas respondiendo, no somos personas exigiendo en un país carente de timoneles, que los que gobiernan por nuestra culpa informen, marquen, señalen y conduzcan el rumbo y destino, en un país que se ha acostumbrado también -de la mano-, a inquietarse un poco, a molestarse un poco más, a gritar a veces, a olvidarse siempre. Y por este cuadro terrible, ruin y vergonzoso que nadie asume en su triste protagonismo, los políticos hacen lo que les da la gana.
Me dijeron hace unos días. “Ricardo, pero no puedes generalizar” y fíjense bien: El Congreso de la República del Perú tiene una aprobación de tan solo el 6%. Pues bien, opino en consonancia que no hay más de un 6% de congresistas que tengan lo que merecería ser respeto y aprecio desde los ciudadanos y, siendo la cifra de la desaprobación mayor al 90% podemos decir con absoluta seguridad, que lo que en algunas ocasiones sonaba como institución, no es nada más que todo lo contrario (póngale usted el nombre que se merece).
Lo que sucede en el Perú no es ajeno en otros países, pero no estamos para decir lo que otros deben de hacer, sino hacemos nada nosotros mismos, por nuestra propia tierra. Tenemos que salir de nuestra comodidad o baja autoestima patriótica para participar como se tiene que hacer realidad. ¿Y cómo es eso? Educando a nuestra familia, enseñando cuáles son nuestros valores, impulsando el ser virtuosos, leyendo cada día sobre nuestra nación y cómo se formó, cómo hubo gentes que hicieron posible la grandeza que ahora no apreciamos. Y al mismo tiempo, dando ejemplo a cada momento, protegiendo a los niños, aplaudiendo a los jóvenes en su entusiasmo contagiante, respetando a los mayores en su riqueza de experiencias y talentos que muestran los años que acumulan. Tenemos que amar a nuestra Bandera, entonar el Himno en cada mañana de trabajo, estudio y lucha, ser más constantes, premiar el estudio y la maravillosa vocación de servicio “de los que hacen país”. ¿Pero esas no son sólo palabras? Son exigencias de cada uno y para uno, que construyen identidad.
Por eso, hay que dejar de mirar hacia otro lado, para ser lo suficientemente valientes en nuestros deberes y obligaciones ciudadanas, porque de esa valentía florecerán dos, diez, mil, un millón de voces y brazos que reconstruyan el país demolido y apático que nos avergüenza en su gestión, en su administración gubernamental y congresal, en sus otras mal llamadas instituciones. Hay que cambiar el rostro de la organización criminal, por el el cuerpo de la institución racional.
He dicho, ahora, haré.