El 17 de diciembre de 2010, en una pequeña localidad tunecina, un joven llamado Mohamed Buazizi se prendió fuego en protesta por el bofetón que recibió de una mujer policía por vender verduras en la calle sin autorización para ganarse la vida. Sus amigos organizaron manifestaciones contra el Gobierno corrupto del presidente Zine Abidine ben Alí y las protestas se extendieron rápidamente a Túnez capital. Al Yazira hizo una cobertura incesante de los acontecimientos, lo que llevó a cada vez más tunecinos a subirse a la ola protestataria. Tras un mes de manifestaciones multitudinarias, el presidente se exilió en Arabia Saudí con su mujer y sus hijos.
En enero de 2011 las manifestaciones se extendieron a Egipto, el Yemen, Libia, Siria, Baréin, Argelia, Jordania, Marruecos, Irak, Sudán, Kuwait, el Líbano, Mauritania, incluso a Arabia Saudí y Omán. En la mayoría de estos países se acabaron diluyendo, o fueron reprimidas con ayuda externa, como la que prestó Arabia Saudí a Baréin. Sin embargo, en Siria, Libia y el Yemen, el conflicto, devenido sangriento, se ha prolongado hasta nuestros días y hay actores foráneos implicados.
Egipto ha experimentado cambios de gran calado –incluido un año de gobierno de los Hermanos Musulmanes–, que han afectado a una situación económica ya de por sí penosa. En cuanto a Túnez, ha venido oscilando entre fuerzas cívicas opuestas, como el islam político y un liberalismo de cariz europeo.
En un primer momento, el objetivo primordial de los manifestantes era liberarse de la opresión y la corrupción de los regímenes que padecían; del desempleo, la pobreza, la ignorancia, la marginación social y la displicencia de las autoridades hacia la ciudadanía. En la mayoría de los Estados árabes, la amarga realidad contrastaba vivamente con el panorama cotidiano en las monarquías del Golfo, Europa y América, del que las masas recibían cumplida cuenta mediante los medios de comunicación, los canales satelitales y las redes sociales, principalmente Facebook.
Al Yazira, que empezó a emitir a finales de 1996, se convirtió en un medio yihadista al servicio de la Hermandad Musulmana, y esparció por doquier el fervor protestatario y las revueltas antigubernamentales. A finales de 2010, el mundo árabe era como un barril de pólvora, y Al Yazira no hacía más que prender mechas por doquier. Buazizi fue la que hizo que las masas explotaran.
Países que habían estado en la vanguardia del panarabismo durante años –como Siria, Libia e Irak (donde la agitación dio inicio en 2003)– se vieron sumidos en la guerra civil, y a día de hoy sus heterogéneas poblaciones aún siguen luchando por la supervivencia. La Liga Árabe, organización que solía representar a la nación árabe ante el mundo al tiempo que se desempeñaba como mediador en el propio mundo árabe, cayó en una parálisis total.
Cuando los regímenes dejan de tener el control y la anarquía prevalece, quien puede se larga cuando puede. Millones de árabes emigraron a cualquier lugar del mundo que los acogiera. Licenciados, profesores, ingenieros, médicos y profesionales liberales se fueron al extranjero en busca de entornos seguros para ellos y sus familias. Millones de emigrantes acudieron a Turquía, Europa y otros muchos lugares, dejando sus países natales sin capacidad para la autorreconstrucción.
Por otro lado, los actores más peligrosos, que habían sido subyugados pero aguardaban la ocasión para salir a la superficie, lo hicieron a lo grande; por ejemplo, las organizaciones radicales islámicas desovadas en las madrazas de la Hermandad Musulmana, sobre todo Al Qaeda y sus hijuelas, que cosecharon legitimidad combatiendo implacablemente –es decir, librando la yihad– contra los crueles regímenes corruptos.
En 2014 consiguieron un gran logro con la instauración del Estado Islámico de Irak y Siria (ISIS), entidad que sembró el terror por todo el mundo con horribles formas de asesinato y que hizo emerger un acuerdo internacional sobre la necesidad de una intervención exterior, sobre todo de parte de Rusia y EEUU. Ahora bien, la demolición del ISIS no erradicó la ideología radical que lo sustentaba; lo que ocurrió fue que esta buscó nuevos predios. Ahora se encuentra viva y coleando en el Sinaí, Argelia, África, Europa y allá donde huyan los terroristas del ISIS. Cada cierto tiempo perpetran ataques terroristas, como los cuchilleros que tuvieron lugar recientemente en Francia.
Los grandes perdedores de la Primavera Árabe fueron las desgraciadas masas que salieron a las calles con demandas completamente justificadas pero que toparon con una opresiva fuerza bruta y sanguinaria ante el silencio ensordecedor y la apatía internacionales. La clamorosa hipocresía del Consejo de Derechos Humanos de la ONU quedó en evidencia cuando alojó en su seno a los mismos Estados que estaban siendo acusados de violaciones masivas de los derechos humanos.
Las tragedias de la Primavera Árabe convirtieron en marginal el problema palestino. Numerosos políticos árabes comprendieron que en ese asunto no se estaba avanzando hacia una solución, principalmente porque Israel no sucumbía ante la narrativa pergeñada por las organizaciones terroristas, desde Fatah hasta Hamás y la Yihad Islámica. En Arabia Saudí incluso se ha asegurado que la mezquita de Al Aqsa que se menciona en el Corán se encuentra en la Península Arábiga y no en Jerusalén, clausurando los reclamos religiosos palestinos sobre el tercer templo más sagrado del islam y, por extensión, sobre Jerusalén y la propia Palestina.
Los grandes beneficiarios de la Primavera Árabe son los Estados de la Península Arábiga (salvo el Yemen) que se libraron de su sacudida. Países que hace una década estaban en los márgenes del mundo árabe, bien apartados del foco regional e internacional, son ahora actores clave en la política mesoriental.
La agitación regional ha permitido a fuerzas no árabes –tanto perimetrales como de otras partes del mundo– penetrar la zona a voluntad. En Siria, Rusia rescató al régimen de Asad a cambio de tomar el control sobre la parte occidental del país y sobre los vastos yacimientos gasísticos del Mediterráneo sirio. En cuanto a Irán, por medio de sus satélites y sus fuerzas expedicionarias consiguió dominar Irak, el centro y el este de Siria, el Líbano, el Yemen y Gaza. La Turquía de Erdogan se está haciendo con partes de Siria y Libia. Entre tanto, Israel, que en el pasado fue descrito como “un puñal en el corazón de la nación árabe”, ve incrementarse la lista de Estados árabes que aceptan su existencia, le otorgan reconocimiento y firman la paz con él.
Etiopía se siente lo suficientemente fuerte frente a Egipto como para construir una presa en el Nilo que podría causar una carestía de agua devastadora para los 100 millones de habitantes del país de los faraones. En cuanto a Sudán, se ha dividido en dos países, Sudán y Sudán del Sur, en un proceso que podría replicarse en otros Estados árabes.
Los diez años de Primavera Árabe –el último de los cuales es el año del covid-19– han llevado a numerosos países árabes al borde del precipicio. La escasez de alimentos, las guerras interminables de Libia, Siria, Irak y el Yemen, la expansión iraní y la apatía global han agravado las aflicciones mesorientales.
Pero lo peor es lo que se cierne sobre el futuro cercano: la próxima Administración norteamericana pretende retomar el acuerdo nuclear con Irán de 2015 y levantar las sanciones que pesan sobre Teherán, lo cual reforzará la capacidad iraní para interferir en los países árabes y sembrar en ellos muerte y destrucción. Bien podría ser que una de las consecuencias fuera una nueva oleada –o, por mejor decir, estampida– migratoria de millones de mesorientales a países en los que puedan rehacer sus vidas destruidas por la Primavera Árabe.
En definitiva: la Primavera Árabe ha producido tanta desilusión como esperanza generó en sus inicios.