¿Qué une las protestas que casi destrozan el año pasado a Chile, que ahora vuelven con más odio y violencia contra iglesias inclusive, con las acciones de en su mayoría jóvenes que saquearon este año comercios en los EE.UU., o con las de aquellos que en tiempos recientes destrozan estaciones de bus en Bogotá o vandalizan vitrinas en París? ¿Existe alguna relación?
Algunos analistas se preguntan: “Chile es un país con un crecimiento económico sostenido en las últimas décadas, cuya creación de riqueza ha permeado todas las clases sociales, que tiene el más alto nivel socio-económico de toda América Latina… ¿Entonces por qué ocurrieron los destrozos del estallido social del año pasado y ahora es casi lo mismo?”
Y detrás, la idea simplista, errada: la de que si hay riqueza, hay felicidad y por tanto paz. Y la realidad, particularmente la de los jóvenes, nos muestra palmariamente que esto no es así.
Se acaba el imperio de la razón
A veces escuchamos a algunas personas preguntarse, ¿qué les pasa a los jóvenes? Y con este interrogante, nos vamos encaminando al quid de la cuestión:
Lo que existe es un estado psicológico interno en mucho de los contemporáneos, convulsivo, desordenado, que causa una infelicidad interna que luego se manifiesta en caos, violencia, vandalismo. Describamos esta situación de la mano del Dr. Plinio Corrêa de Oliveira.
Cuenta Mons. João Clá Dias, EP, en su biografía del Dr. Plinio (1) que cuando él conoció los slogans (como el ‘prohibido prohibir’) y el conjunto de impulsos de la Revolución de la Sorbonne, declaró que lo que se venía era “una inmensa transformación interior del ser humano, que se anunciaba como la más grande de todos los tiempos”.
En esa transformación el hombre “renuncia a la razón y a la ascesis [esfuerzo para conseguir un fin], y espera que, de un instinto, nazca el futuro orden de las cosas. Tendríamos entonces la ‘civilización del instinto’, si es que se puede llamar civilización, opuesta a la moribunda civilización de la inteligencia y de la voluntad”.
El instinto desordenado al poder – La mayor tentación de la Historia
La revolución de mayo del 68 declaraba pues, que al instinto no se le podía poner ningún freno, que había que hacer todo lo que él reclamara. “En efecto, la revolución de la Sorbona traía como única doctrina la justificación y la cuasi divinización del instinto, declarando que todas las apetencias naturales, aspiraciones o impulsos del alama y del cuerpo son buenos y deben ser satisfechos”. Pero como el instinto está contaminado por el pecado original, no todo lo que reclama es bueno, sino frecuentemente malo, y una civilización salida del instinto desordenado sería el reino del caos, la anarquía.
“No se puede hacer una negación más grande de la verdad, ni una revolución más profunda que ésta. El hombre se encuentra ante la tentación de abandonar la idea de orden y de moral y proclamar lo opuesto. Es la tentación más grande la Historia, propuesta a todo el género humano”, afirmaba tajantemente el Dr. Plinio.
El reino de los instintos era la culminación de un proceso
El Dr. Plinio mostraba como las afirmaciones de mayo del 68 no eran sino la mera continuación de un proceso, era la proclamación sin ningún disfraz y total de algo que venía siendo dicho subrepticiamente de cinco siglos atrás:
“La preparación de la humanidad para esto viene de muy lejos. Es un fenómeno que, de algún modo subyacía en la explosión de orgullo y sensualidad característico del final de la Edad Media. Esa explosión se dio en nombre de una ‘inmortificación’ constitutiva del pecado de Revolución: la inconformidad del hombre con esa fuerza que él tiene que hacer, en su propio interior para decirse ‘no’ a sí mismo, para admitir una regla o una regla de la razón. La rebeldía contra ese principio antecede a todos los demás desbordamientos”.
El orgullo y la sensualidad – tendencias desordenadas, expresiones de instintos desarreglados, que explotaron en la Edad Media – fueron exigiendo con el paso del tiempo cada vez más concesiones: durante el protestantismo el orgullo exigió la abolición de la jerarquía eclesiástica y la sensualidad propuso acabar la indisolubilidad del matrimonio; en la Revolución Francesa el orgullo mandó acabar la desigualdad social y planteó una especie de amor libre socialmente aceptado; en la Revolución Comunista quiso acabar con la desigualdad económica y decretó la abolición de la familia y el amor libre. Pero faltaba algo por destruir, y esa destrucción fue la proclama de la Revolución de la Sorbonne.
Con la Sorbonne, los instintos desordenados se quitaron cualquier máscara
Ese algo eran restos de una ordenación interna por la cual el hombre escucha la voz de su inteligencia y emplea su voluntad para alcanzar aquello que la inteligencia le presenta, forzando al instinto desordenado a obedecer, aunque este pida otra cosa. Pero en la Sorbonne, al final, los instintos tiránicos se quitaron la máscara de querer un cierto orden, y declararon abiertamente: “Yo, instinto, quiero hacer lo que yo quiera, haré lo que quiera, y todo lo que me lo quiera impedir deberá ser destrozado. Está prohibido que me prohíban cualquier cosa. La única prohibición que debe permanecer es esta: Prohibido prohibir. Si quiero comer, debo comer. Si quiero correr, debo correr. Si quiero dormir debo dormir. Si quiero ver una película, debo ver una película. Si quiero vivir en una mansión en el mar, debo vivir en una mansión en el mar. Si quiero hoy tomar licor hasta la madrugada, lo haré. Si quiero mañana despertar a las 1 pm, lo haré. Si quiero… si quiero… Haré lo ilógico si es lo que deseo, realizaré lo ‘loco’ si esto me apetece”.
Desde Mayo del 68, el ordenamiento social fue haciendo progresivamente del ‘querer del instinto’ la ley máxima. El enemigo era, cada vez más, cualquier cosa que contrariase el instinto, que impidiese que el instinto desordenado se expandiese, reinase. La norma era satisfacer de forma rápida y lo más placenteramente posible el instinto. Y se construyó la ‘civilización’ del fast, de la gratificación acelerada y extrema del instinto, de la cual el estilo americano es típico ejemplo.
El reino del instinto era también el reino de las emociones, de hacer lo que me cause ‘buenas’ emociones o intensas emociones. Y las emociones y los instintos fueron usurpando el lugar de la lógica y la fuerza de voluntad.
Pero las cosas son como son. Resultado, odio que se manifiesta en violencia
Pero aunque los instintos griten su doctrina o sus deseos, el orden natural es justamente así, ordenado, y las cosas son como son.
Por ejemplo, normalmente un buen resultado es el fruto de un esfuerzo previo en el que intervino la inteligencia y la voluntad, no del azar de un instinto que simplemente se realizó. La felicidad es la consecuencia de una ascesis, del trabajo serio y ordenado, del sacrificio, de una inteligencia que iluminó un fin, y de una voluntad que domó las tendencias que llevaban a un camino diverso a ese fin.
Y por ello, las generaciones enviciadas en el endiosamiento del instinto terminan odiando cualquier tipo de orden: “Tengo la impresión de que se transformarán en gente furiosa; asaltantes, como hienas y chacales. Sintiéndose perjudicados por todos, querrán agredir a todos, y para ellos será ése el modo subconsciente de vengarse: generar desorden y dañar el orden natural, en el que no se encajan. Y todo el mundo considerará eso como algo normal”, afirmaba el Dr. Plinio. Profecía cumplida. Explicación luminosa:
Lo que une el caos juvenil de Santiago de Chile, Portland, Bogotá y París es esa gigantesca transformación del ser humano, que introdujo en sí el caos colocando al instinto desordenado como regente, y que hace que mucho contemporáneo deteste el orden y eso lo manifieste como violencia.
¿Habrá alguna solución para ello?
Por Saúl Castiblanco, fotografía de Gaudium Press
1 Mons. João Scognamiglio Clá Dias, EP. El don de la sabiduría en la mente, vida y obra de Plinio Corrêa de Oliveira. Libreria Editrice Vaticana. 2016. Tomo IV, pág. 335 y ss.