En más de una oportunidad le he dado vueltas al valor que tienen las cosas ordinarias del día a día: las rutinas en la casa, en el trabajo, en los fines de semana… También están los momentos estelares de la vida. Son los viajes a lugares bonitos, las salidas a espacios deslumbrantes, los acontecimientos familiares, profesionales rodeados de pompas, al estilo de la fiesta de gala de Cenicienta. Lo habitual, sin embargo, suele transcurrir sin fuegos artificiales ni grandes ovaciones. Son los amaneceres fríos o calurosos, cielo despejado o encapotado de nubes grises, trabajo fuerte y sostenido a la espera del viernes de reposo. Semanas escritas en prosa sencilla con sus alegrías menudas, preocupaciones, sustos; biografías -entrecruzadas entre unos y otros- vividas en grandes o pequeñas ciudades, con poca o adecuada comodidad, en medio del fragor de la modernidad o alejados del mundanal ruido.
De las tantísimas escenas de la vida cotidiana, en su transcurrir rítmico, bien se puede decir que no son nada del otro mundo o nada del otro jueves. Escenas simples sin glamour, sin el ingrediente excitante de los grandes acontecimientos o las experiencias de vértigo. Dado que el mayor tiempo vital corre en estas pistas de lo habitual, el arte de la vida feliz ocupa un lugar esencial entre las capacidades de los seres humanos. En nuestras manos está convertir las sencillas calabazas en un coche de fiesta. Si el rey Midas convertía en oro lo que tocaba, a cada uno corresponde darles una relevancia especial a las cosas simples de la vida. Incluso los pesares de la jornada, con sus cargas y lágrimas, pueden dar paso a nuevos escenarios con sus gotitas de alegría, aunque el dolor continúe. Los rostros de las Dolorosas son una imagen de serenidad y sufrimiento que, con la ayuda de la Gracia, hacen más andadero el camino de los viandantes.
Iris Murdoch tiene un breve relato, Algo del otro mundo (Impedimenta, 2024), en el cual recrea el contrapunto de lo ordinario con lo estelar. Yvonne -irlandesa, 24 años- tiene una relación sentimental con Sam, empleado en una sastrería. Sus tíos la animan a que se case con él. Su respuesta es negativa. No ve en el novio “nada del otro mundo”. Ella busca el bullicio, la diversión, las luces; él es más bien convencional en sus gustos rayando en el aburrimiento. Eso de sentarse a contemplar el mar no va con ella. En una de sus salidas, después de unos altercados en un bar, él la lleva a contemplar un árbol caído, roído por los insectos, un espectáculo maravilloso para Sam; para Yvonne algo horroroso, nada del otro mundo.
Un relato para pensar del que se siguen varias lecturas. Encrucijadas de la vida en donde se encuentran los ensueños y la realidad. ¿Qué hemos de hacer? Yvonne tiene las experiencias de vértigo buscadas con finales poco felices, también está Sam, en quien no ve nada en especial. Decide casarse con él. Quizá ha comprendido que sí es posible ser felices -con esa felicidad de claroscuros propia de la condición humana- en medio de las cosas ordinarias de la vida. ¿Cómo les irá? No lo sé. López Quintás lanza un salvavidas y dice: “la felicidad o desgracia del ser humano penden de la actitud básica que adopte en la vida”. Una actitud de agradecimiento ante la vida le saca punta a lo que tiene entre manos. Lo que recibe, lo poco o mucho que tiene es un regalo, algo más de lo esperado. En cambio, quien asume una actitud presuntuosa no espera o agradece, exige. Su queja habitual será: “quiero ser feliz, y los demás no me dejan, negándome lo que merezco”. Una postura así lleva al enfado y a la amargura.
El arte existencial del buen vivir sabe sacarle lustre a la prosa diaria de las mañanas luminosas y de las malas noches del alma humana, un arte que sí es algo del otro mundo.